El antihéroe estadunidense y la decadencia cultural

- Alejandro Montes - Saturday, 13 Dec 2025 21:31 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
La figura del héroe en la literatura nutre en algunos casos su contraparte, el antihéroe, cuya función es de gran trascendencia para mostrar, y acaso entender, los vericuetos políticos, morales y éticos de una sociedad tan compleja y en declive cultural como la de Estados Unidos, de acuerdo con Morris Berman, citado en este artículo. En ese orden de ideas, el “antihéroe estadunidense refleja una sociedad que lo excluye pero, al mismo tiempo, lo fomenta por medio de su estructura de clases de consumo no sólo material, sino superficial, mediático, conductual”.

 

I

El héroe quiere y puede –plantea Fernando Savater en La experiencia narrativa–, así como “quien sabe permanecer fiel a la memoria de lo que es”. La literatura brinda muchos personajes que han querido y podido llevar a cabo sus metas, además de nunca traicionar su identidad propia o comunitaria (el héroe clásico se debe a su comunidad al grado de sacrificarse por ella si es necesario), dentro de valores éticos y conductas morales. Odiseo, Antígona o Beowulf son personajes heroicos que expresan lo anterior.

Lo contrario al héroe, por principio de simplicidad, es el personaje antiheroico, el cual aunque quiere no puede, o puede, pero no quiere. Pero va más allá de la anterior inercia, pues rompe con marcos éticos o morales para representar un tipo de individualismo sórdido. Desde el punto de vista dramático, el personaje antiheroico es sugestivo porque, en él, la condición humana no es armonía, sino caos; la concordia desaparece por la discordia; el egoísmo supera a la solidaridad
y la lucha de pasiones es constante.

Lo moral se vuelve conflicto ante el interés generado por el personaje antiheroico como dramatis personae (quiere algo y, para conseguirlo, hace todo lo necesario, sea bueno o malo, y, por ello, mueve la acción). Pero el personaje antiheroico no gana, siempre pierde (aunque en apariencia haya logrado sus metas) y, por esa razón, adquiere fuerza dramática, pues aunque obtenga sus fines refleja una de las peores caras de lo humano: la crudeza del fracaso existencial. Hamlet, Mersault, Gregorio Samsa, el tío Vania… lo reflejan cada uno a su manera.

II

El personaje antiheroico está presente en la narrativa estadunidense del siglo XX. Frankie Machine (El hombre del brazo de oro de Nelson Algren, 1949), William Lee (El almuerzo desnudo de W.S. Burroughs, 1959), Bob Hughes (Drugstore Cowboy de James Fogle, 1976), Harry Goldfarb (Réquiem por un sueño de Hubert Selby Jr., 1978), el reputado Henry Chinaski (La senda del perdedor de Charles Bukowski, 1982) o Ben Sanderson (Adiós a las Vegas de John O’Brien, 1990) muestran la talla antiheroica de la narrativa estadunidense. Con esto surge una pregunta natural: ¿por qué los narradores estadunidenses construyen historias con personajes de este tipo?

Una primera respuesta radica en cuestionar su tipo de sociedad. Morris Berman plantea que Estados Unidos vive desde hace años un proceso de declive cultural donde factores estructurales endémicos de la sociedad (desigualdad económica, crisis educativa, entretenimiento exacerbado, apatía, corrupción…) lesionan la conciencia social que provoca un “barbarismo interno”. (Berman, El crepúsculo de la cultura americana) El personaje de William Lee es antihéroe; no representa ningún valor moral y, además de entrar
y salir de la Interzona (espacio alucinatorio),
critica instituciones (psiquiatría, educación, sexualidad instit
ucionalizada…) porque son las principales responsables del declive social. William Lee es un adicto que, al corromperse a sí mismo por medio de la droga, corrompe a su sociedad porque ésta, previamente, ya lo ha corrompido a él:
“Esta vez compramos coca con receta. Métetela en la vena, hijito. Se huele cómo entra, limpia y fría, en la nariz y la garganta, luego una oleada de placer puro atraviesa el cerebro y enciende los interruptores de la coca. La cabeza se te estremece de explosiones blancas. A los diez minutos ya quieres otro pinchazo… serías capaz de cruzar la ciudad por otro pinchazo.” (El almuerzo desnudo).

El antihéroe estadunidense refleja una sociedad que lo excluye pero, al mismo tiempo, lo fomenta por medio de su estructura de clases de consumo no sólo material, sino superficial, mediático, conductual. La industria ludópata, por ejemplo, es satanizada, pero al mismo tiempo motivada en los casinos o casas de apuesta. Un producto de lo anterior es el morfinómano Frankie Machine, un croupier que tiene el “toque” para dar las cartas en el póquer y, por más que quiera reintegrarse a su sociedad, ésta lo excluirá de alguna u otra manera:

Todo se había echado a perder para esos desheredados. Sus mismas vidas desprendían cierto olor a cárcel: un olor que los seguía por las calles de los barrios bajos hasta que la misma ciudad parecía una especie de calabozo sin techo, con muros para todos los hombres y risas sólo para muy pocos. En los barrios bajos ni siquiera los nativos tenían la sensación de haber nacido en América. Les daba la impresión de que simplemente habían emergido del lado equivocado de sus vallas publicitarias. (El hombre del brazo de oro).

Las relaciones humanas planteadas por el antihéroe estadunidense marcan vínculos amorosos no siempre convencionales con respecto a los dictados morales. El lazo pasional entre Ben Sanderson y Sera (el primero, alcohólico de ligas mayores y, la segunda, prostituta que ronda por los bares de los hoteles de Las Vegas) así lo muestra. La mentalidad de Ben Sanderson se pinta sola:

Se mira en el espejo y le da igual ser un alcohólico. Es un asunto irrelevante. Hace todo esto con deliberación y método: “Soy un alcohólico, sí señor”, piensa. ¿Y qué? No se trata de alcohólicos esta historia. Hay un millón de maneras de morir; sólo se está quitando un trocito de vida. Déjalo estar y juégale sucio a Dios. Hay miles de manipulaciones de la imaginación. Como él y su amigo solían bromear: ya es hora de cortarse el pelo, conseguir un trabajo y dejar la bebida. Ja, ja. Su pecado no es el alcoholismo, ¡qué va! Su pecado es la desorientación, ¡qué tiempos! (Adiós a Las Vegas).

Ben y Sera establecen una relación que va mucho más allá del amor habitual. Ambos se saben marginados de un sistema basado en el valor del dólar:

Sera salta de la cama y se abalanza sobre él con una euforia que le es desconocida y lo envuelve en un abrazo ferviente, alimentado por años de emoción contenida. El arranque apasionado la toma desprevenida y el cuarto se oscurece alegremente ante sus ojos, ocupados sólo por la visión de Ben. Sus besos fluyen sin control; incontables y desmesurados, recorren aquel rostro de la mejilla a la barbilla, se posan en sus ojos y vuelta a empezar. Tantos besos desbocados, cada uno de ellos una verdadera posesión. (Adiós a Las Vegas).

La condición humana planteada por el antihéroe estadunidense se convierte en peso existencial que provoca conductas antisociales y, por supuesto, adicciones a sustancias prohibidas. Este coctel detona verdaderos dramas internos porque el sentido de la vida no marcha por la mejor ruta. Bob Hughes y Diane lo plantean en su cotidianidad:

Bob solamente hablaba de drogas, de todas las farmacias que había atracado, de lo que había pescado y de lo fácil o lo complicado que había sido cada golpe. Diane contraatacó con el tema de su vida sexual, cómo estaba flojeando, la de problemas que tenía con sus órganos femeninos y lo perro que era Bob por no dejar que tuviera un papel más activo en la lucha cuerpo a cuerpo en las farmacias. Quería tirarse a la piscina, sacar los narcóticos de los cajones y de los estantes mientras el farmacéutico era entretenido o retenido por otro, o, qué demonios, incluso entrar con un arma. Ella era capaz de todo aquello; lo había hecho muchas veces mientras Bob estaba en la cárcel, le recordó, y podría hacerlo de nuevo si él le diera rienda suelta. (Drugstore Cowboy).

Este par de drogos vive a brinco de mata. Saben que la fugacidad es lo único permanente y estar colocado vale como sentido de vida. Bob lo entiende a la perfección: “Lo máximo que puedo ofrecerle es una comparación, y esta es la que más se acerca: cuando le preguntan a un drogadicto por qué consume droga, es como si le preguntara a una persona normal por qué le gusta el sexo.” (Drugstore Cowboy)

III

En la anterior galería de personajes antiheroicos, lo común es obvio: la autodestrucción se expresa como elección personal (forma de libertad fuera del límite), la rebeldía a convenciones sociales por ser insuficientes y, lo principal, el antiheroismo como individualismo sórdido.

En un primer nivel, el denominador de estos personajes se encuentra en su lucha interna a partir de sus adicciones (alcohol, fármacos, morfina, heroína). Después, la sociedad estadunidense los asfixia porque los aturde emocional y conductualmente para encarrilarlos en el tren del deber ser:

Empiezas a notar que la apatía del día empieza a filtrarse cuando la gente convencional y como debe ser vuelve a casa de su jornada de 9 a 5 y se sientan a cenar con su mujer y los niños; la mujer con aspecto de ser la misma tía avejentada con pelo en la cara y fondona, que pone el mejuje de siempre en la mesa y los puñeteros monos de la casa chillan y se pelean sobre cuál es el trozo de carne mayor y cuál tiene más mantequilla y qué hay de postre y después de cenar el tipo agarra una lata de cerveza y se sienta delante de la tele y gruñe y se tira pedos y se escarba los dientes pensando que debería salir y conseguir una elementa con un buen culo… (Réquiem por un sueño).

Pero, en profundidad, su gran conflicto está en ellos mismos: sus pasiones, sus emociones, su visión de mundo, su egoísmo, su narcisismo… truenan dentro de su ser para lanzarlos fuera del margen de lo correctamente político y así moldear una sordidez existencial.

¿Pérdida de sentido por la vida? ¿Desgaste de la condición humana? La sordidez existencial del héroe estadunidense deja muy atrás lo anterior porque, antes de nacer, el fracaso existencial ya los arropaba como sino en la frente. Mirar a los novelistas ayuda a entender por dónde va la marginación existencial planteada en esas historias: Algren, bebedor y jugador; Burroughs, drogadicto y amante de armas de fuego; Fogle, drogadicto y exconvicto; O’Brien, alcohólico y suicida; Selby Jr., heroinómano; Bukowski, alcohólico. Si los personajes son una extensión creativa de sus autores, entonces éstos son los verdaderos antihéroes estadunidenses. Pero no se trata de asociar la obra como proyección de la vida de los autores, sino de mostrar cómo también viven lo mismo que sus personajes: “El tedio norteamericano es un tedio especial. No es el tedio de la pobreza, ni el tedio de la abundancia, sino el tedio de la rutina, del consumo y del control.” (El almuerzo desnudo).

Henry Chinaski de La senda del perdedor sintetiza el individualismo del antihéroe estadunidense: “Nadie parecía darse cuenta de que yo estaba allí.” l

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