Cinexcusas. Entre ceibas y cenotes

- Luis Tovar @luistovars - Saturday, 13 Dec 2025 22:07 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Tras haber escrito y dirigido los cortometrajes El conejo feliz (2012), Un gesto (2015) y Sol de llano (2019), la capitalina Manuela Irene (Ciudad de México, 1986) debuta con el largometraje de ficción Monstruo de Xibalba, registrada en 2023 pero estrenada apenas a principios del presente mes.

Tras haber escrito y dirigido los cortometrajes El conejo feliz (2012), Un gesto (2015) y Sol de llano (2019), la capitalina Manuela Irene (Ciudad de México, 1986) debuta con el largometraje de ficción Monstruo de Xibalba, registrada en 2023 pero estrenada apenas a principios del presente mes.

Con fotografía de Damián Aguilar, música original de Tomás Barreiro –en complemento a la más significativa del inmortal Silvestre Revueltas– y coedición de Liora Spilk, Federico Veiroj y la propia Irene, la historia versa sobre un pequeño que debe tener entre ocho y diez años llamado Rogelio (Rogelio Ojeda, carismático niño actor con buen aire natural), que radicaba en algún sitio quizá en Estados Unidos –no se especifica, pero Rogelio habla un inglés bastante fluido– quien, al quedar huérfano, es llevado por su niñera al pueblo de ésta, en la Península de Yucatán, tampoco se aclara del todo pero en algún poblado próximo a Tizimín.

Una vez ahí, sin responsabilidades escolares ni de ningún otro tipo, lo de Rogelio consiste en hallar el modo de pasar el tiempo, y bien pronto se hace amigo de un par de lugareños, Lucio (Leonel Pat Yeh) y Juanito (Gibrán Alonso), el primero de su edad y el segundo, aunque cronológicamente mayor, de una indeterminada. Son ellos quienes lo introducen al conocimiento básico de un mundo maya que, por cierto, no es precisamente el del turismo aunque se le aproxime: los alrededores y las cercanías del pueblo están salpicadas de cenotes y de vestigios arqueológicos, y sí hay turistas, pero están lejos de las muchedumbres que asuelan Chichén Itzá y sitios igual de conocidos.

Al mismo tiempo que Juanito y Lucio hacen de Virgilios para Rogelio, narrativamente hablando fungen como contrapunto entre el “niño de ciudad”, sus costumbres y su desconocimiento de la cultura local, y aquello que conforma esta última, para el caso, de manera particular la leyenda del Monstruo de Xibalba del título, de acuerdo con la cual hay un hombre que todas las noches se transforma y se dedica a matar animales, pero también sacrifica humanos, en particular niños, en los cenotes.

El argumento se propone mezclar el realismo costumbrista del día a día de Rogelio, sus juegos y sus hallazgos, la convivencia con su niñera, la familia de ésta y del pueblo entero, con algunos tintes fantásticos, a cargo sobre todo del interés rogeliano por la muerte y sus aledaños. Se incluyen para conseguirlo la enunciación de una que otra leyenda maya ancestral, las festividades de Navidad como se viven en la cultura maya contemporánea, así como la aparición de quien sería el fantasma de un niño ahogado en un cenote, infortunadamente no muy lograda y que, al perder peso narrativo específico, le resta a la mixtura realismo/misticismo.

Lo que sí se logra es el predecible vínculo entre Rogelio y el dichoso “monstruo”, que no es sino un hombre no demasiado viejo, solitario y algo miope, que se dedica a cuidar a sus abejas, no se mete con nadie y acepta de buen grado la irrupción del pequeño en sus rutinas diarias, enseñándole como también es previsible que toda leyenda tiene algo de real y mucho de irreal.

Cuando el no-monstruo muere, de simple muerte natural y en medio de las ceibas, Rogelio se queda sin quien a esas alturas era su mejor amigo –otro desacierto, atribuible tal vez a la edición que previamente se comió un par de desarrollos que habrían venido bien a la trama, es la desaparición inopinada de Lucio y de Juanito al final–, pero con el conocimiento, así sea desprovisto de reflexión, de que vida y muerte son parte consustancial de la existencia misma, como puede comprobarlo con la desaparición, primero, de sus padres biológicos, y después de ese otro “padre” que le proporcionara el azar o el destino.

Al final, y la ambigüedad de sus intenciones debería ser deliberada, con las notas extradiegéticas de la formidable “Noche de los mayas” resonando, Rogelio se arroja a un cenote azulísimo y brillante, de donde el espectador ya no lo ve salir l

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