Gutiérrez Vega: Una sonrisa a diez años de su muerte

- José Ángel Leyva - Sunday, 05 Oct 2025 09:59 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Remembranza de un poeta de gran presencia en la poesía mexicana del siglo pasado: actor, periodista cultural, ensayista, catedrático universitario, rector de la Universidad de Querétaro, recitador asombroso de impecable memoria y autor multipremiado de más de catorce títulos, exdirector de este suplemento, entre muchas otras cosas, Hugo Gutiérrez Vega (1934-2015) fue un prolífico y generoso hombre de letras.

 

El encuentro de escritores que dirige el poeta, académico y promotor cultural Jorge Souza, Circunnavegaciones 2025, fue dedicado a la memoria de Hugo Gutiérrez Vega, quien cumplió, el 25 de septiembre pasado, diez años de muerto. Ese mismo día se inauguraron las actividades con la presencia de autoridades de la Universidad de Guadalajara, del gobierno municipal de Chapala y del secretario de Cultura del Estado ‒algo inusual en este tipo de eventos‒ y la participación de una cuarentena de poetas de todo el país. Las evocaciones del poeta y diplomático, actor y director de la Jornada Semanal, estuvieron aderezadas con admiración y humor por el personaje y el escritor. Lecturas, charlas y conferencias tuvieron como escenario el rebosante lago de Chapala y los paisajes de municipios circunvecinos presentes en la narrativa de Juan Rulfo y Juan José Arreola. Una lluvia torrencial acompañada de poderosísimos truenos, que sacudían la oscuridad, acompañaron el sueño de esa primera noche, luego de escuchar la voz agradecida de Hugo, en un video generado por Alejandro Zenker con las herramientas de la IA.

No recuerdo exactamente cuándo conocí a Hugo Gutiérrez Vega, pero evoco con nitidez su presencia en una reunión en la casa del embajador de Chipre, luego de que éste me invitara a realizar un reportaje cultural, con claros tintes políticos, en su isla dividida por los ejércitos de origen griego y turco. Para entonces ya conocía a Hugo como director del suplemento cultural La Jornada Semanal, donde yo colaboraba desde la época de Roger Bartra. En esa reunión, Hugo hizo alarde de sus conocimientos del mundo griego y de sus poetas. En la revista Alforja le habíamos dedicado un número a la poesía de Chipre, otoño de 1998, y enseguida uno a la poesía griega. En ambos números la participación de Hugo fue primordial. Reconozco que antes de esa coyuntura y de su llegada a La Jornada, el nombre de Hugo Gutiérrez Vega me era desconocido. Pero desde entonces su persona estuvo ligada a casi todas mis actividades literarias. El trato que me dispensó desde un inicio fue de viejos amigos, con una familiaridad que borraba su aura diplomática, su trayectoria intelectual, sus relaciones personales y políticas ligadas a la inevitable referencia de haber sido uno de los amigos más cercanos a José Carlos Becerra, muerto en Brindisi y con quien debía encontrarse en Atenas.

Me tocó compartir en México varios viajes con él y siempre me sorprendió su memoria. Recordaba de manera particular los nombres de los teatros de cada ciudad que visitamos juntos, los personajes locales y su charla se llenaba de anécdotas que la mayoría de las veces estallaba en risotadas y a veces en francas carcajadas. Hugo formaba parte de una camada de escritores eruditos y memoriosos como José Emilio Pacheco, Carlos Monsiváis, Sergio Pitol, con diferencias entre ellos de unos cuantos años. Es inolvidable aquel febrero del 2009 en que se le rindió un homenaje en la sala Manuel M. Ponce por sus setenta y cinco años. Los comentarios en la mesa estuvieron a cargo de Marco Antonio Campos, Juan Domingo Argüelles y Carlos Monsiváis, quien evocó aquel famoso concurso de oratoria en el que se habían encontrado cara a cara los jovencísimos Porfirio Muñoz Ledo, con su jerga revolucionaria institucional, un elocuente e irónico Monsiváis y un católico conservador Hugo Gutiérrez Vega. En la primera fila, Muñoz Ledo hacía gestos de afirmación, sobre todo cuando Monsiváis señaló que Hugo había pasado de ser un intelectual cristero a un católico de izquierda y que Muñoz Ledo fuera ideólogo de un régimen autoritario devenido opositor. Muñoz Ledo negaba con la cabeza y Hugo reconocía sonriente su conversión. Como fuera, allí estaban tres mentes brillantes que representaban una parte de la historia intelectual y política de México.

 

Teatro, poesía y humor

Tuve la fortuna de entrevistar a Hugo en varias ocasiones. Las reuní en una sola en el segundo volumen de Voz que madura (BUAP, 2018), y una última para mi programa Yo es otro de Código 21 radio cuando cumplió ochenta años. Hugo narraba las mismas historias siempre de maneras diferentes y sazonadas con distintas salsas. Era sin duda un conversador y un narrador oral excepcional. Lo cierto es que dejó huella allí por donde ejerció sus dotes diplomáticas y donde pudo mostrarse como el poeta y personaje escénico que era. Alguna vez en Campeche, en el hotel de su preferencia, el Baluarte, junto a la piscina, a la que no nos metimos, y mientras yo degustaba una cerveza, Hugo se quedó mirando el agua. No sé cómo hiló la imagen vidriosa de la alberca con Campeche y me dijo que ese puerto era un lugar surrealista por excelencia, no sólo por las historias de piratas sino porque era un sitio de poetas y cuenteros que surfeaban sin hacer olas, como el mismísimo mar de su costa. Me dijo el nombre de un poeta local que ganaba todos los premios literarios, incluso los que no eran para él. Ante mi desconcierto me explicó que había sido jurado en un concurso de poesía en Zacatecas en el que el tema era el desierto. Y ese poeta ganó el primer lugar. Luego, cuando lo felicitó, el poeta laureado le confesó que se había equivocado, había mandado su poemario sobre el mar de Campeche a Zacatecas y otro sobre el desierto para Mazatlán que no ganó. Hugo le dijo que esos versos sobre el mar eran la viva imagen del desierto, y es que todo desierto fue mar. No sólo las musas, sino los hados habían estado de su parte.

Enseguida, luego de las risas, Hugo adoptó una seriedad muy teatral y me habló de su propia poesía, de su condición “marginal” en un país de poetas oficiales. Ya no sabía si hablaba en serio o estaba de broma. Pero mantuvo su papel de poeta sin fortuna y me atreví a decirle: “Hugo, si tú eres marginal, yo no existo.” Sonrió, pero en el fondo me quedó la sensación de que algo en él le hacía sentir que no era el poeta que hubiera querido ser. Yo he admirado sobre todo sus Soles griegos, porque me parece que en esos versos alcanza el cenit de su inspiración. Y no era para menos, pues en su estadía griega actuó con Melina Mercouri, quien era a su vez Ministra de Cultura y un emblema de la resistencia antifascista. Grecia estaba en el imaginario de su amigo José Carlos, pero también en el propio, pues había tenido la fortuna de conocer a los grandes poetas griegos de la época. El poeta colombiano exnadaísta Armando Romero me ha contado de sus encuentros con Hugo en Atenas, de su bonhomía y, nunca mejor dicho, carácter campechano. Un embajador que gustaba más de estar con los poetas y artistas que con los embajadores.

Ese sentimiento equívoco de falta de reconocimiento es propio de la mayoría de los poetas y escritores. Algo semejante le escuché decir a José Emilio Pacheco. A veces la vanidad y la humildad conviven como un matrimonio basado en ni contigo ni sin ti. Un día, no recuerdo para qué libro, Hugo me pidió que fuera intermediario con Juan Gelman y le dijera que deseaba que estuviera en la mesa de su presentación. Gelman se contrarió y me dijo que Hugo era su amigo y un poeta mayor de edad y poeta mayor por méritos literarios. Reconozco que caí en la trampa. Cuando se lo dije, Hugo sonrió, cogió el teléfono y le marcó a Juan.

Cuando repaso la biografía de Hugo me apabulla no sólo su carrera como funcionario en el servicio exterior y en el ámbito universitario, su cauda de premios y reconocimientos, sus viajes, su Bazar de asombros y su nada pequeña bibliografía en la que destaca la poesía. Tras su muerte, en 2015, le publicamos en La Otra su libro ganador del Premio Aguascalientes en 1977, Cuando el placer termine. Lucinda Ruiz, esposa y viuda, fue clave para que reeditáramos esa obra en la que Hugo, a sus treinta y tres años, desnudaba su determinación de ocupar un sitio en la nómina principal de la poesía mexicana. Un papel inolvidable como el que le asignara Ludwik Margules en la obra teatral El tío Vania, de Chéjov.

Leo Las peregrinaciones del deseo, Los soles griegos y Cuando el placer termine y me despierta un sentimiento de gratitud al poeta y también al actor y comediante que solía ser ese hombre de letras, que poseía además un sentido del humor extraordinario. En 2012 se presentó en la UANL el libro Memorias de Hugo Gutiérrez Vega, de David Olguín, de Ediciones El Milagro y esa universidad. Hugo estuvo contando sus aventuras como actor en Tijuana y su accidental participación en una compañía de carpa que representaba la pasión de Cristo, pues era Semana Santa. Le había tocado actuar como Poncio Pilatos y el Cristo era un travesti que actuaba en un burlesque. La barba postiza le daba un cierto parecido a la imagen del Nazareno. Entre caída y caída con la cruz y mientras fijaban sus brazos a los maderos, el personaje, con voz sensual, invitaba al público a no perderse el programa de la siguiente semana. Hugo se describía a sí mismo como un Pilatos abochornado porque, mientras se lavaba las manos y decía su parlamento, el respetable le chiflaba y lanzaba piropos e improperios porque debajo de su falda romana asomaban unas piernas rollizas, blanquísimas y bien torneadas. Hugo narraba una anécdota tras otra para ilustrar sus memorias en el teatro. El escaso público que habíamos asistido a la presentación nos desternillábamos de risa. No recuerdo ninguna otra presentación tan divertida como ésa. Pero Hugo narraba sin perder su tono pastoral y con una seriedad en la que apenas se insinuaba cierta picardía debajo de su blanca barba. Cómo no extrañar a un poeta mayor que nos hacía reír tanto como Hugo.

 

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