Cinco décadas en espiral: preguntas a la pintura de Magali Lara
- José María Espinasa - Sunday, 13 Jul 2025 09:02



En sus cincuenta años de vida como pintora, Magali Lara no se ha cansado de experimentar, no se queda quieta. Entre sus primeras obras y las actuales hay claramente una línea de identidad, no tanto una evolución sino condición reconocible. Por ejemplo, desde hace unos años ‒recuerdo una exposición en La tallera de Cuernavaca hace unos meses‒ pinta en los muros de las salas en que exhibe obras ad hoc, supongo que efímeras, con un carácter que podríamos considerar mural. Contrastan estas “instalaciones” con su obra de caballete (llamémosla así), con sus dibujos y grabados y con sus libros de artista. Si algo pierden los murales clásicos de la pintura mexicana de hace un siglo es la posibilidad de lo íntimo y lo cotidiano. Incluso los murales de la ruptura, como los de Osaka a los que Lara hace referencia explícita en Cinco décadas en espiral, se salen de ese espacio en busca de un sentido, mientras que Magali busca un ámbito, una atmósfera, un espacio habitable.
No es, sin embargo, un espacio cerrado sino abierto, por ejemplo, el jardín. Digamos que éste, el jardín, tiene en su condición abierta una intimidad tomada de la habitación, y las plantas ‒las flores en el jarrón, la enredadera visual sobre el muro, el espacio de refugio, su condición de oasis en el desierto de la realidad vívida de la enredadera‒ son el sistema de comunicación entre ambos espacios. El mismo término “enredadera” nos pone en el camino: es una espiral muy particular, sin voluntad geométrica, como si la artista buscara mandalas liberados de sí mismos, un laberinto sin repeticiones, como los jardines ingleses que le gustan o como los japoneses que la inspiran... La condición de jardín hace que hasta los que son de piedra crecen. Y eso le pasa también a su pintura: crece, está en movimiento y se enreda en sí misma.
No hay que temerle a ese laberinto ‒emotivo, intelectual, incluso técnico en sus diferentes usos, óleo, acuarela, tapiz, dibujo, grabado, cuaderno. Por ejemplo, el uso del texto como elemento gráfico: ¿no es la escritura también un laberinto? Digamos, en ese camino, que la letra manuscrita dibuja un peculiar dédalo, más un garabato que un embrollo. Y a la vez hay algo luminoso en su plástica, o mejor, una lucidez. La manera en que en esta exposición podemos ver la condición personal del arte pictórico: un diario emocional que no para de pensarse y asombrarse de sí mismo. Incluso con referencias identificables biográficamente, convertidas en huellas pictóricas.
La vida no es, aunque a veces quisiéramos, simétrica, y si la espiral se aleja de la simetría lo consigue si se vuelve enredadera o, para usar un término de moda cuando ella empezó a pintar, rizoma. Explico: la espiral es siempre un enigma; ¿se escapa o se aleja de su inalcanzable centro? En el rizoma hay una espiral que ni siquiera admite la noción de centro o en su caso de límite en el horizonte. En cierta manera, la pintora busca centrarse a sí misma en ese descentramiento. Es un itinerario vital. Se ha señalado que hay en esta artista una corporalidad a veces nada sutil, para quien la equivalencia se da con el tallo, el cuerpo de la planta cuyo rostro es la flor. Y un ramo puede ser una Gorgona.
Vuelvo a la condición mural señalada al principio: hay una infinita distancia entre el Muro de las Lamentaciones, el de la Muralla China o el de la frontera en Tijuana, con ese muro en el museo. ¿Ella, que se formó en los grupos y ha hecho escenografías para teatro, habrá hecho alguna vez grafiti? Me inclino a pensar que no, porque hay en esa búsqueda un algo callejero que cuadra poco con su fundamental interioridad, aunque la pintura rupestre es un arte de interiores. Por eso, en una última pregunta, ya no a ella sino al espectador: ¿qué hago aquí ante estas pinturas, quién soy yo que las mira? l