De actor a director: Clint Eastwood y el proceso creativo
- Scott Foundas - Sunday, 22 Jun 2025 09:10



‒Lleva cuatro décadas dirigiendo películas, y aunque hoy en día es bastante común que los actores dirijan, no lo era tanto cuando ‒a principios de los setenta‒ usted debutó como director. ¿Cuándo comenzó a concebir la idea de que quería dedicarse a la dirección?
‒Comencé a considerarlo en los tiempos de Rawhide (1959), e intenté acomodar las cosas para dirigir algunos episodios de la serie. Pero la productora incumplió su promesa de que podría hacerlo. Dijeron que la CBS no quería que los actores de las series las dirigieran. Así que abandoné la idea durante un tiempo y, más tarde, después de trabajar con Sergio Leone en Por un puñado de dólares (1964) y observar a los equipos de producción en Europa y tener una visión más amplia del cine en todo el mundo, volví a interesarme.
‒¿Cómo consiguió su primer trabajo como director?
‒A finales de los años sesenta una amiga mía, Jo Heims, escribió un pequeño guión titulado Obsesión mortal (1971). Se lo compré y después me fui a Europa para actuar en Donde las águilas se atreven (1968), que tardó mucho en rodarse. Mientras tanto, recibí una oferta para vender el proyecto a Universal. Cuando por fin regresé, resultó que no habían hecho nada con él. Así que lo retomé. Era una película pequeña. Quería cambiar el escenario de Los Ángeles al condado de Monterey; de esa forma, el locutor sería un pez gordo en un estanque más pequeño, lo que me parecía más lógico. Entonces fui a ver a Lew Wasserman, y me dijo: “Sí, puedes hacerla, pero no con el contrato actual. Lo harás por el mínimo de presupuesto.” Mi agente me llamó y dijo: “¡Pero si no quieren pagarte!” Y yo dije: “No deberían. Primero debo probarme a mí mismo.” Para ser honesto, ¡habría estado dispuesto a pagarles! De modo que hicimos la película por menos de un millón de dólares y se convirtió en un pequeño éxito. Fue una gran experiencia, y después me picó el gusano. Jo escribió otro guión, llamado Primavera en otoño (1973), que también dirigí, y después continué con La venganza del muerto (1973). En mi carrera como actor o director, jamás tuve un plan de lo que iba a hacer después o
qué tipo de cosas buscaba. Las cosas simplemente surgían y yo iba detrás de ellas guiado por
la intuición.
‒Pero eso no responde a la pregunta de cómo aprendió a dirigir.
‒Creo que la ventaja de ser actor es que estás en los platós todo el tiempo, de tal manera que sabes qué hacer si prestas la debida atención. Cuando Universal me dio un contrato como actor para los años 1954 y 1955, solía ir a los platós todo el tiempo y veía a la gente dirigir. Me paseaba entre ellos tanto como me lo permitían. Cuanto más grande era el director, más estrictos eran con el hecho de que no hubiera gente merodeando. Quería ver a los actores, pero también sentía curiosidad por el trabajo de dirección. Nunca llegué a actuar para ninguno de los grandes directores, excepto una vez que interpreté un pequeño papel para Bill Wellman. Pero sí estuve en platós en los que trabajaron Hitchcock, Douglas Sirk y directores de ese calibre. Luego vinieron los años de Rawhide, que fueron fantásticos porque trabajabas todos los días, no sólo dos y luego pasabas seis meses sin hacer nada. Y tuvimos algunos buenos directores que habían hecho películas que yo había visto en los cines a lo largo de los años: Stuart Heisler, Laszlo Benedek, Tay Garnett. Gente de ese tipo.
‒En aquel momento de su carrera, los dos directores con los que más trabajó fueron Don Siegel y Sergio Leone. ¿Habló con ellos acerca de sus inquietudes por dirigir?
‒Sólo con Don. Había trabajado con él en distintas ocasiones y nos hicimos buenos amigos. Cuando decidí que quería dirigir, acudí a él y le dije: “Sabes, tengo este pequeño proyecto.” Incluso le pedí que lo leyera. Le gustó el guión y me dijo: “Deberías dirigirlo. Déjame ser el primero en firmar tu solicitud para el DGA [Sindicato de Directores de Estados Unidos]. Así fue como entré en el gremio y me puse en marcha.
‒Al igual que Siegel, usted tiene fama de trabajar rápido en el plató. ¿Fue algo que aprendió de él?
‒La velocidad depende de cada persona. Algunos se lo piensan más, otros trabajan de forma más instintiva. Trabajé con algunos directores muy ágiles. Bill Wellman no era precisamente lento: sabía lo que quería, lo rodaba y seguía adelante. Yo llegué primero a la televisión, y en la televisión había que moverse rápido. Lo importante, por supuesto, es lo que aparece en la pantalla. Me gusta ir rápido sólo porque me parece que es bueno para los actores y el equipo sentir que avanzamos. Pero creo que la reputación que tengo de ser rápido no es necesariamente buena, porque no quieres hacer algo como Plan 9 del espacio exterior (1959), donde las lápidas se caen, y piensas: “No puedo hacer otra toma. Estamos demasiado ocupados. Debo avanzar.” Sigues haciendo una película que quieres que salga bien. Pero, como actor, creo que funciono mejor cuando los directores trabajan rápido. Por eso siento que Don y yo nos llevamos tan bien: sostenemos a los personajes durante períodos muy breves. No tienes que preguntarte: “¿Dónde estaba hace tres días? ¿De qué demonios va esta escena? ¿Qué estamos haciendo aquí?”
‒¿El proceso de creación de una película resulta significativamente diferente para usted cuando actúa y dirige a cuando sólo dirige?
‒Lo es. Definitivamente tienes que partir en dos tu concentración. La mayoría de los actores que se han dedicado a la dirección ‒William S. Hart, Stan Laurel, Orson Welles, Laurence Olivier, etcétera‒ tuvieron que aparecer en la película para conseguir lo que necesitaban como directores, y eso es lo que me pasó a mí. De vez en cuando surge un actor que consigue sacar adelante un proyecto del que no será también protagonista ‒Robert Redford en Gente como uno (1980), por ejemplo‒, y eso, sin duda, es lo ideal, porque puedes trabajar en el proyecto concentrándote por completo en él. Siempre esperé retirarme de la actuación en un momento dado y quedarme detrás de la cámara, y en los últimos años lo he conseguido. Incluso si pienso en Los imperdonables (1992), aunque tuve un papel importante en ella, también es cierto que hay muchas partes en las que no aparezco. Permanecer excluido de Río místico (2003) fue estupendo. Pero después vino Golpes del destino (2004) y ahí hubo un gran papel para un tipo mayor. Bueno, yo soy un tipo bastante mayor. Así que ahí lo tienes. Nunca digas nunca.
‒¿Dirigir sus propias películas le dificultó volver a actuar para otros directores?
‒No lo creo. De hecho, me parece que todos los actores deberían dirigir en algún momento para aprender las dificultades y los obstáculos a los que se enfrenta el director y la concentración que requiere, una concentración semejante a la del actor, sólo que de una forma distinta. Pienso que la dirección me hizo mucho más comprensivo
en relación con lo que tienen que crear los directores. Creo que me resultó más fácil trabajar como actor después de haber dirigido unas cuantas veces. En el pasado, cuando el director quería otra toma por motivos ajenos a la interpretación, yo no me quedaba de brazos cruzados y le decía: “Vamos, ¿para qué quieres algo así?”
‒¿Existe algún director cuyo estilo visual admire especialmente?
‒Hay muchos. Recuerdo que cuando era niño, antes de dedicarme al cine, siempre me gustó el estilo de algunos directores. Pero en aquella época no estaba tan de moda saber quién era el director. Sabías quién salía en la película ‒Gary Cooper o Ingrid Bergman‒, y si te gustaba esa persona ibas a verla. No ibas por el director. Pero más tarde eso cambió. Me gustaban las películas italianas: Monicelli, De Sica, Fellini. Siempre me gustó Kurosawa. Ahora que vuelvo a revisar películas antiguas, hay algunos directores que aprecio más. Ves una película como Las uvas de la ira (1940), de John Ford, y te das cuenta de que es una película pequeña rodada en un período de tiempo relativamente corto y, sin embargo, tiene mucho alcance. Conciencias muertas (1943), de William Wellman, también es una historia íntima, rodada mayormente en estudios sonoros, donde se oye el eco cuando hablan los actores, cosas que hoy se eliminan con la tecnología pero que no restan valor a la película.
‒Uno de los aspectos más distintivos de su estilo, algo que desde Obsesión mortal hasta Golpes del destino ha sido una constante en su trabajo, es el uso de niveles de luz muy bajos.
‒Me gusta conseguir un plano realista con la luz. Si nos remontamos a algunas películas del western realizadas por algunos de los directores más queridos de los años treinta y cuarenta, veremos a la gente caminando desde el exterior hasta habitaciones brillantemente iluminada, y nos preguntamos: “¿De dónde sacaron toda esa electricidad en 1850? Si, por ejemplo, nos fijamos en Los imperdonables ‒en la que Jack Green y Tom Stern hicieron un trabajo extraordinario de iluminación‒, todo parece que estaba iluminado con carbón y lámparas de aceite. En cambio, en muchas de las viejas películas hay luz por todas partes, sin ningún contraste. Pero realmente no todo tiene que ser visible. John Wayne tenía la teoría de que había que ver a los ojos todo el tiempo, porque a través de la mirada cuentas la historia. Nunca creí en eso. Ves los ojos cuando necesitas ver los ojos. Y, a veces, lo que no se ve resulta muy atractivo para el público. Puedes dramatizar una imagen con sombras de luz.
‒Cuando inicia una película, ¿siempre tiene una idea de lo que quiere, de cómo será?
‒Siempre busco realizar algo distinto. En una película intervienen muchas cosas. Pero primero tienes que tener una gran historia, una base; luego tienes que averiguar cómo vas a encuadrar esa historia, cómo va a ser, cómo va a sonar. Es difícil expresarlo, porque no me siento a intelectualizarlo. Muchas veces, cuando voy a trabajar, tengo una imagen en la cabeza de cómo deberían ser las cosas, pero no sé por qué la tengo. Sólo sé que quiero llegar ahí y que tengo que explicar a la gente cómo vamos a llegar a ese lugar, o hacer que la gente me lo explique.
‒Las dificultades que tuvo para realizar sus películas, ¿cree que obedecen a algún cambio que usted haya observado en la industria en las últimas cuatro décadas?
‒Vivimos en una época en la que la moda es rehacer una serie de televisión o una película de la que ya existen cinco versiones. A muchos estudios les resulta difícil decir “comencemos de cero”. En los años cuarenta, los guionistas estaban siempre disponibles para proponer ideas al personal del estudio. Pero, ¿te imaginas proponer en la actualidad El ocaso de una vida (1950) o alguna de esas películas clásicas? Una película así tendría que hacerse de forma independiente, igual que Río Místico y Golpes del destino tuvieron que hacerse de forma semiindependiente. Lo bueno es que, en cierta forma, se ha cerrado el círculo y los estudios han creado divisiones independientes para financiar películas más pequeñas y emprender proyectos que, de otro modo, no se harían. Buenas noches y buena suerte (2005), de George Clooney, es otro ejemplo de una película que probablemente no figuraría en la lista de proyectos de un estudio. Siempre he intentado influir en el estudio para que no tenga miedo de hacer cosas que quizá no den mucho dinero, pero de las que se sentirán orgullosos dentro de treinta o cuarenta años. Eso es lo que le mencioné a Bob Daly. Le dije: “Ignoro si esto dará dinero: trata de jazz, no es muy comercial, es más una historia trágica. Pero puedo garantizarte que intentaré hacer una película de la que te sientas orgulloso de llevar tu sello.” Eso es todo lo que puedo ofrecer. Eso es todo lo que puedo ofrecer en cualquiera de mis películas.
‒El guionista de Los imperdonables, David Webb Peoples, mencionó que usted rodó lo que era básicamente el primer borrador de su guión, lo que sin duda se distancia de la norma de Hollywood acerca de “desarrollar” y reescribir las cosas hasta el infinito y llamar a cuatro o cinco guionistas para ello. Usted parece tener un enorme respeto por la palabra escrita.
‒Algunos guiones llegan y son extraordinarios para arrancar desde ellos. Usaré Los imperdonables como ejemplo. Era un buen guión. Lo conseguí a principios de los años ochenta y esperé hasta el noventa y dos para realizarlo. Llamé al guionista, David Peoples, y le dije: “Voy a hacer tu película, pero quiero modificar algunas cosas. ¿Puedo comentarte estas ideas a medida que las tenga?” Me dijo: “Adelante.” Pero cuanto más jugueteaba con ello, más me daba cuenta de que lo estaba estropeando. Se parece a algo que Don Siegel solía decir: “Muchas veces la gente tiene un gran proyecto y quiere matarlo con mejoras”, y eso es exactamente lo que estaba haciendo con Los imperdonables. Al final, llamé a David y le dije: “Olvida lo que dije sobre hacer esas modificaciones. No voy a cambiar nada excepto el título.” Originalmente se llamaba “The William Munny Killings”. Por supuesto, una vez que te metes en un proyecto, siempre hay cosas que cumplen o superan tus expectativas, y otras que te decepcionan. De modo que hay que ser capaz de reescribir sobre la marcha. Pero de vez en cuando surgen proyectos en los que todo encaja como un rompecabezas: como encajaba en tu mente, encajó en la película.
‒¿Existe algún tipo de atmósfera que intente crear en el plató?
‒Me atrae divertirme. Me agrada que todo el mundo esté de buen humor. Y procuro que haya tranquilidad. Me gusta un ambiente que no esté cargado de tensión. No me gustan los platós en los que la gente se grita. Lo que más me disgusta son ésos que gritan “sssh sssh sssh”, porque acaban haciendo más ruido que la gente a la que intentan hacer callar. Recuerdo que, cuando empecé a dirigir, estaba rodando una película en la Metro Goldwyn Mayer, salí al estudio de sonido y, de repente, oí sonar una campana enorme, lo que significaba que iban a empezar la escena, y pensé: “¿Qué es esta mierda?” ¿Qué pasa cuando estás haciendo una escena muy sensible, o una escena que exige un cierto grado de concentración? No deberías someter a una persona a eso. Si hablas con los actores que han trabajado conmigo ‒Sean Penn, Tim Robbins‒, te dirán que les encanta el hecho de poder estar listos para actuar sin mucha fanfarria. Y eso todavía resulta mejor para los actores que no tienen mucha experiencia.
Traducción de Roberto Bernal.