Improvisar la vida: suplantaciones literarias notables
- Julia Santibáñez - Sunday, 18 May 2025 08:55



Voces como diversión, travesura, chanza y broma no suelen relacionarse con los estudios literarios. Espulgo estas palabras sonrisadas del reciente libro de Fabienne Bradu, Fabulosas imposturas. Son exactas para describir la suplantación de identidades que el volumen aborda, es decir, el ejercicio en el que una persona decide fingir que es alguien más y detalla los motivos, el procedimiento de la simulación que dura días. O (casi) la vida entera.
Algunas falsificaciones relacionadas con las letras parten de la realidad. Ahí está Jean-Claude Romand, tema de El adversario, de Emmanuel Carrère (2000). Durante dieciocho años, Romand hace creer a su familia que es médico en la Organización Mundial de la Salud, mientras se la pasa rondando cafés y hoteles. Estafa para sostener la farsa. Cuando en 1993 el fraude está a punto de ser revelado, el falsario le despedaza el cráneo a su esposa, dispara a los dos hijos y viaja cien kilómetros para matar a sus padres. Tras los cinco asesinatos quiere suicidarse; sobrevive, así que es procesado por la ley. Intrigadísimo, el novelista entrevista al criminal, a fin de entenderlo, porque le obsesiona que “[Romand] hubiese preferido sufrir de veras un cáncer que la mentira”. En entrevista para L’Express, Carrère señala que lo atraía “la parte de impostura que existe en nosotros y que muy rara vez cobra proporciones tan desmesuradas, trágicas, monstruosas. En cada uno de nosotros hay un desajuste entre la imagen [...] que se desea ofrecer a los demás, y lo que uno sabe sobre sí mismo, cuando da vueltas en la cama sin poder dormirse”. Para Carrère, Romand es víctima de soledad desorbitada. De vergüenza inconcebible. Aquí ya aparece un elemento de otros impostores que Bradu analiza: el aislamiento exorbitante.
La discordancia de “otrarse”
Mariana Alcoforado, religiosa lusitana rendida por un capitán galo durante el siglo XVII, le escribe cartas entre los muros del convento cuando el galán la deja para volver a Francia. “Perdieron mis ojos, en los tuyos, la única luz que los animaba”, reclama una de las misivas. Pues la enamorada incontinente es fruto de una imitación: Alcoforado nace de la fantasía de Gabriel de Guilleragues (1628-1685), auténtico artífice del texto, cuyo genio describe tan bien la vehemencia, el desorden de la pasión no correspondida, que las Cartas de amor de la monja portuguesa han generado un caudal de obras, en gran medida de autoras.
Hallo aquí un juego de espejos, porque escribir implica una suplantación. Quien acude compulsivamente a la página en blanco para llenarla de palabras busca embaucar. Aplica para ella o él lo que señala sobre los excéntricos Luigi Amara en Los disidentes del universo: “[...] su sola posibilidad, la sospecha de que pudieron actuar de ese modo inquietante y a su manera incendiario es suficiente para el experimento mental de sondear en las motivaciones y consecuencias de sus actos, para la tarea absorbente de elucidar la ‘esfinge’ de su conducta, que no es otra cosa que lo que hace el novelista con sus personajes”.
Entre las obras derivadas de Alcoforado, Bradu propone versos del poema “Lamentación de Dido”, de Rosario Castellanos, donde la mexicana recrea a la mujer mitológica que Eneas deja atrás, la del desbarajuste que pintan tanto Virgilio como Ovidio, la que se lanza a una pira, empujada por manos de angustia. Castellanos pone en boca de la amante versos como éstos: “[Soy] Dido, la abandonada, la que puso su corazón bajo el hachazo de un adiós tremendo” y luego: “Lo amé con mi ceguera de raíz, con mi soterramiento/ de raíz, con mi lenta fidelidad de raíz”.
La discordancia social tanto de la persona de Romand como de la monja ficticia fueron también sello del italiano Luigi Pirandello. Uno de sus personajes, al darse cuenta de que lo dan por muerto, reacciona con alegría porque ya no tiene deudas, ni familia, ni esposa. Al fin es libre, ¡libre! Y, claro, ante exploraciones de este tenor aparece de inmediato Fernando Pessoa, “diverso de sí mismo” (parafraseo a sor Juana). El portugués lo fue tan exageradamente que concibió a cuatro heterónimos con el fin de “otrarse” (qué portento de neologismo, de veras): Álvaro de Campos, Alberto Caeiro, Ricardo Reis, Bernardo Soares. Cada uno con estilo propio, biografía y temas predilectos, además de caligrafía individual, eran lo que el poeta hubiera podido ser. Y evidencio una ironía: “Pessoa” significa “persona” en portugués, como si desde el patronímico le estuviera señalado ejercer como una sola persona, siendo muchas.
La urgencia de llamarse distinto
En La mancha humana (2000), novela del estadunidense Philip Roth, aparece destacadamente la urgencia de encarnar una piel diferente a
la de origen. El protagonista, Coleman Silk, es un decano universitario de trayectoria intachable que un día de 1998 pierde de trancazo su puesto, acusado de racismo. Aunque se trata de un infundio total, nadie imagina que el académico no es transparente: existe un falta de sintonía entre su imagen pública y lo que sabe de sí mismo. Silk es de raza negra, si bien la piel clara le permite camuflarse: se porta más blanco que los blancos. Para huir del ostracismo al que lo orillaría la “negrofobia” que impera en su juventud, reniega de su madre. Además presume ser judío, así que miente dos veces: se colorea de blanco, adopta otra raza. De nuevo aparece el parangón entre la persona que simula otra vida y quien tiene por oficio la creación: tal como una autora o autor concibe personajes, los dota de historia, catadura y nombre, Silk se transforma en su invento. Lo encarna día a día. Por cierto que su pareja, Faunia, también es una fingidora: se dice analfabeta, aunque lleva un diario.
En un momento, el narrador de Roth se refiere a la “mancha” del título: los humanos “dejamos un rastro, dejamos nuestra huella. Impureza, crueldad, abuso, error, excremento, semen […] Por este motivo toda purificación es una broma, y una broma bárbara, por cierto. La fantasía de la pureza es detestable. Es demencial. ¿Qué es el empeño en purificar sino más impureza?” En efecto, el farsante conlleva vergüenza mordaz, dolor punzante o, al menos, aburrimiento desmesurado. ¿Quién no se ha visto en las suelas de ese malestar? ¿Con ganas de improvisar la vida?
Termino con uno de mis personajes favoritos de fingimiento: Jusep Torres Campalans, pintor concebido por la mente de Max Aub, franco-español llegado a México en 1942. En 1958, la galería Excélsior de la capital mexicana recibió la exposición de ese personaje imaginario, con cuadros hechos por Aub (artista amateur), más la rúbrica del “recientemente fallecido” Torres Campalans. Para acuerpar la muestra, Jaime García Terrés y Carlos Fuentes escribieron los textos del folleto inaugural. Algún crítico ingenuo hasta se paró el cuello, diciéndose amigo de infancia del creador muerto.
Aub siguió la broma. ¿Por qué no? En 1962 expuso en Nueva York más cuadros del falso pintor. Escribió una “biografía” de él, acompadrándolo con Picasso, Juan Gris, Apollinaire, Rilke y Alfonso Reyes; encima preparó un catálogo de obra de Torres Campalans y fortaleció la engañifa. El clímax vino en 2003, cuando el Museo Reina Sofía de Madrid inauguró una muestra del heterónimo desenfrenado de Aub, aunque éste no la vio. Había muerto en 1972. Hablando de humor, celebro que al análisis sólido de Bradu en Fabulosas imposturas lo acompañe un aparato bibliográfico puntual, en paralelo a los juegos que son su tema. Y aplaudo con todas las manos que me caben en el cuerpo que Bradu se permita decir: Max Aub se “pitorrea” de los filólogos maniáticos. Considero una hermosidad que figure ese verbo en un trabajo tan minucioso.
En fin, cada suplantador esgrime una historia humana que exuda tragedia y gracia. En tiempos actuales me viene a la cabeza Elena Ferrante, nombre de quien firma la trilogía italiana que arranca con La amiga estupenda (convertida en serie por HBO), cuya identidad continúa sin develarse con certeza. O Carmen Mola, pseudónimo con el que tres autores españoles ganaron más de un millón de dólares en 2021, con el Premio Planeta. Lo mismo la Monja Alférez, española del siglo XVII que escapa del convento y se hace pasar por hombre. Ahora figura como protagonista de Las niñas del naranjel, novela de la argentina Gabriela Cabezón Cámara, ganadora del Premio Sor Juana de la FIL Guadalajara 2024.
Me parecen tremendamente fecundas las desviaciones de la norma, en las que podríamos ver nuestro reflejo, en especial autoras y autores: por naturaleza usurpamos otras voces. Firmamos historias que no nos pertenecen. A veces sentimos más real un personaje de ficción que a la vecina del departamento contiguo. Es decir, el oficio escritural asume como suyas existencias de fantasía. Verba inventada.
Susan Sontag lo vislumbró siendo joven. De niña imaginaba una vida como química; luego quiso ser médica, “pero la literatura me avasalló. Lo que realmente quería era tener todas las vidas posibles y pensé que la de escritora era la más inclusiva”.Algo hay de cierto en ello. Mucho.