El arquitecto Antonio Rivas Mercado y el circo que no fue

- Xavier Guzmán Urbiola - Sunday, 20 Apr 2025 09:01 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
La múltiple Ciudad de México tiene más historias de las que puede contar. En este espléndido artículo se narra la historia verdadera del proyecto de construcción de un circo que, a la postre, jamás se edificó en la Alameda Central, basado en el diseño del arquitecto Antonio Rivas Mercado, 'el Oso' (1853-1927) persona y personaje por demás peculiar, autor entre muchas otras obras del Palacio Municipal de Tlalpan (1899-1907) y de la Columna de la Independencia (1900-1910).

 

Los paleontólogos suelen encontrar en sus “campañas de campo” tantos restos para desarrollar sus investigaciones como lo hacen en las amplias colecciones de los museos. Algo similar nos ocurre a los historiadores.Jorge Vértiz Gargollo, bisnieto del arquitecto Antonio Rivas Mercado (1853-1927) y quien esto escribe, hace tiempo llevamos a cabo una amplia indagación, que culminará en un libro, sobre aquel famoso proyectista y constructor. Al cruzar las fuentes bibliográficas y hemerográficas existentes, con las que pueden hallarse en diversos archivos, hemos logrado corregir alguna atribución errónea, pero también trabajos que nadie imaginaba.

Antonio Rivas Mercado completó su educación básica en Stonyhurst, Inglaterra (ca. 1864-ca. 1868), adonde siendo un niño lo envió su padre; el bachillerato en Burdeos (ca. 1869-ca. 1872), pues ahí radicaba una hermana de su mismo progenitor, y la carrera de arquitectura en la Escuela de Beaux Arts en París (1872-1878), que tenía fama de ser la mejor del mundo. Volvió a México en 1879. No era sólo un arquitecto ecléctico. Proyectó y construyó su famosa casa ubicada en Héroes número 45, colonia Guerrero (1895-1898); el Mercado (1898-1900) y el Palacio Municipal de Tlalpan (1899-1907), magníficos edificios que ocupan una manzana completa, y cuyo mejor elogio es observar cómo continúan en uso rudo, así como la Columna de la Independencia (1900-1910), emblema de Ciudad de México. Fue además un querido maestro y un formal y severo director de la Escuela Nacional de Bellas Artes (1903-1912) ‒antecedente de dos facultades, la de Arquitectura y la de Artes y Diseño, ambas de la UNAM‒, desde donde promovió la modernidad didáctica, así como conceptual en la arquitectura, pintura y escultura. Fue un inteligente y corrosivo polemista que supo levantar la voz, arriesgando su posición, cuando observó el bochornoso desarrollo del concurso público para definir el proyecto del que hubiese sido el Palacio Legislativo Federal (1898-1900).

Rivas Mercado presentó al Ayuntamiento de Ciudad de México, en noviembre de 1883, una propuesta para levantar en el costado oriente de la Alameda Central un circo. Por entonces era soltero y vivía en la calle de Medinas, hoy Cuba. Desde sus ventanas y en sus caminatas contemplaba a diario que aquella área se degradaba cada vez más, pues se hallaba frontera con los paredones del Convento y el llamado “mirador” de Santa Isabel, que ocupaba la manzana donde hoy se halla el Palacio de Bellas Artes. Así discurrió que, al igual que en los Campos Elíseos de París o Hyde Park en Londres, la Alameda merecía ser atendida y era mejor ocuparla que renunciar a ella, evitando así el abuso de los comerciantes ambulantes y la desidia que generaba tiraderos improvisados de basura. Propuso costear la obra por su cuenta y pidió al Ayuntamiento ocho meses para levantarla; solicitó la concesión por cincuenta años para explotarla, al cabo de los cuales el edificio pasaría a ser propiedad del Gobierno de la ciudad; ofreció dos palcos a la misma autoridad; también demandó que no se otorgaran otros permisos similares en la misma Alameda ni en el Zócalo. El Ayuntamiento vio bien la propuesta, pero contrapropuso treinta años, cuatro palcos, mover la concesión a la Plaza de Santo Domingo y reservarse el derecho de usar, concesionar o rentar temporalmente el Zócalo. Alguno de los vocales de las diversas comisiones que estudiaron el asunto exigió a Rivas Mercado, si su propuesta prosperaba, que de ninguna manera levantara establos anexos. Los meses pasaron en estas negociaciones y, por fortuna, las partes nunca llegaron a un acuerdo.

Un solo vocal se negó, José María Rego, y su opinión finalmente prevaleció. Deseando darle una ocupación a un parque para cuidarlo y limpiarlo resultaba contradictorio imaginar la cantidad de basura y deshechos que habría generado un circo, o una instalación similar. No era el lugar indicado. En cambio, preservar la belleza natural y patrimonial del lugar debía ser prioritaria. En el expediente que resguarda la información anterior, ubicado en el Archivo Histórico de CDMX, se percibe un subtexto: ¿cómo decirle a Rivas Mercado que no diciéndole que sí?, pues se trataba de un antiguo vocal del mismo Ayuntamiento y primo hermano de Carlos Rivas Gómez, el poderoso secretario particular del presidente de la República, general Manuel González.

 

Un edificio ecléctico y festivo

La propuesta consistía en levantar un edificio del que Rivas Mercado dibujó una planta y un alzado esquemáticos que no llegó a desarrollar. Definía su desplante entre la Alameda y el convento de Santa Isabel, generando una pequeña manzana bordeada de árboles hacia el último inmueble. “Estará ornamentado tal como lo exige la cultura de la ciudad”, escribió, o sea, evocaba una carpa de aspecto chinesco pero, a la vez, los arcos de cerramiento de las vanos aludían a una solución morisca. La cultura árabe lo imantaba desde un viaje a Málaga, al grado de usar fez. Sería un edificio ecléctico y festivo, sin duda, acorde a su destino de receptáculo de sueños infantiles
y sudores de adultos que, por aquel entonces, atraía lo que ya se consideraban multitudes. Sería semipermanente y contaría con una estructura “de fierro” y los paramentos se cerrarían con “mampostería”, lo cual era un alarde de su modernidad constructiva y su carácter nómada. El dibujo no tiene escala, pero es posible distinguir tres peraltes y huellas que elevan la construcción sobre un firme quizá 40 centímetros. Era una construcción de un solo nivel y doble altura. De planta trapezoidal, las cabeceras angostas se solucionaban ovoidalmente, y su eje mayor correría de norte a sur. Al penetrar por los accesos ubicados en las cabeceras se vería un corredor que circundaba el exterior de los palcos, sesenta y ocho en total y, si calculamos que cada uno alojaría de cuatro a seis localidades, se trataba de un edificio con un aforo de 280 a 400 personas, una barbaridad para la época. Esos 40 centímetros tendrían una leve isóptica, o declive en dirección del escenario. La pista única era circular y quedaba al centro. No aclaró por dónde entrarían y saldrían los actores y animales de la pista y tampoco especificó algo importante para un circo: los colores de su toldo y fachadas. Pero era, sin duda, un ejemplo extraordinario de arquitectura lúdica.

A pesar de provenir de una familia acomodada y haber estudiado en Inglaterra y Francia, Antonio Rivas Mercado no vivió durante aquella época en la opulencia. Era un hombre enorme; medía más de 1.90 y pesaba casi 100 kilos. Sus compañeros de la Academia de Beaux Arts lo apodaban cariñosamente el Oso, no sólo por su enorme talla y su barba irsuta, sino porque cierta tarde fría en Saint Germaine —Alicia Rivas Mercado de Gargollo así se lo platicó a Fabienne Bradu—, de pronto se vio empujado por sus amigos a mantener inmóvil durante un minuto a un oso, propiedad de un gitano parlanchín. Lo logró. El oso estaba más asustado que él. Con esa hazaña callejera se ganó su sobrenombre y un luís de oro, pagó la cena de todos sus compañeros esa jornada y hasta algunas de sus deudas los días siguientes. Lo que pocos saben es que ese estudiante de arquitectura en París, que llegaría a ser un respetadísimo profesional en México, en esa feliz época, para completar sus dietas fue catador de vinos y llegó alguna vez a asistir a un circo formal para hacer gala de su fuerza física. Como podemos imaginar, a Rivas Mercado el mundo de los circos no le sería ajeno y hasta le traería recuerdos tan entrañables como secretos: los caballos, los elefantes, los camellos, los perritos bailarines, la novedad de los ciclistas, la música expectante o estruendosa, la cuerda floja, las trapecistas, los enanos, los payasos, los domadores, la mujer araña que quedó así “por una maldición de mis padres” y comía “moscas, mosquitos, moscones y moscardones”. Era un universo de ensueños multicolor.

Lo interesante también es observar los paralelismos: por una lado los comerciantes ambulantes intentando desde siempre apoderarse de un espacio público privilegiado para beneficiarse privadamente con las ventas y, por el otro, las autoridades ensayando acciones con políticas públicas, a veces acertadas, a veces erróneas, para ocupar, explotar, atender y preservar, todo a la vez, según convenga, ese mismo espacio público en beneficio de la administración de la ciudad y de la ciudadanía.

 

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