Juan Arvizu, el tenor de la voz de seda
- Fernando Eslava Estrada* - Sunday, 08 Dec 2024 10:00
Juan Arvizu se presentaba en los intermedios y antes o después de cada película que se proyectaba en las salas de los Hermanos Granat, los pioneros en el establecimiento de los cines permanentes en México. Transitaba las calles de la capital del país a bordo de un Ford modelo ’26, yendo de un cine a otro, al lado del pianista que le acompañaba en aquellas funciones: el maestro Ernesto Belloc. Del Lux al Rialto o al Olimpia y, de ahí, a cualquier otro de los escenarios de ese circuito en el que iba y venía cotidianamente. En realidad, no tenía un itinerario fijo. Lo cierto es que día a día trashumaba entre imágenes silentes y aplausos. Un par de años atrás, en 1926, había decidido interpretar canciones populares. Estaba convencido de que esa era la ruta que lo llevaría a figurar en el campo de la música.
Previamente, en 1924, debutó en el teatro Esperanza Iris cantando “La Sonámbula”, de Bellini y Romani. Es probable que no lo hubiera conseguido sin el apoyo del maestro Guido Pico, quien, además de ayudarlo a pronunciar apropiadamente las palabras alojadas en la obra, lo guió en su búsqueda por expresar el carácter de esa partitura. Pero, pese a que por fin había logrado tener el debut que tanto anhelaba, presagiaba que su futuro en el mundo de la ópera sería incierto. Acaso porque su situación económica no era significativamente mejor que aquella que vivió cuando fue telegrafista. Ese hecho, sin embargo, no haría que abandonara el sueño de ser artista, el cual, a decir de él, empezó a cultivar desde los cinco años: al escuchar las canciones que su madre cantaba de día y de noche. ¿De qué habría servido todo su esfuerzo?, ¿y el camino que había recorrido ya?
Del telégrafo al conservatorio… y al teatro de revista
En 1907 ingresó a la Escuela Diocesana de Música Sagrada de Querétaro, institución que el padre José Guadalupe Velázquez fundó en 1892 con la colaboración del organista y compositor Agustín González. Ahí recibió lecciones de solfeo y de canto, y fue la voz principal del orfeón infantil del plantel. Una década más tarde dejó el terruño, se instaló en Ciudad de México, entró a trabajar en una oficina de telégrafos y se matriculó en el Conservatorio Nacional. De manera paralela tomó clases particulares con José Pierson, el maestro de maestros que formó a varias figuras de la música popular, entre ellas, amén del propio Arvizu, José Mojica, Alfonso Ortiz Tirado, Pedro Vargas y Jorge Negrete. Algunos de sus condiscípulos no le concedían ninguna posibilidad en la música. Tuvo que lidiar con ello. Trabajó mucho más, y logró capitalizar ese afán, al grado de
que Pierson lo puso como ejemplo de tesón y perseverancia.
En efecto, no desperdiciaría lo invertido ni lo que había sacrificado en el trayecto. Así que quizá sería mejor buscar en otra dirección. En 1926 se despidió del bel canto, tras actuar en Don Pasquale, ópera bufa de Donizetti; cuando concluyó la serie de funciones programadas montó algunas composiciones de Alfonso Esparza Oteo y, luego de haber sido seleccionado mediante una audición, se incorporó a la compañía artística de Pepe Campillo, el gran promotor del teatro de revista de ese tiempo.
A las pocas semanas de que se integró en las filas de aquel elenco, vino su primera presentación fuera del país, en La Habana, Cuba. Seguidamente, en 1927, se unió a la empresa de Roberto Panzón Soto, y estrenó un nutrido repertorio de temas mexicanos en el Teatro María Guerrero. Por ejemplo, algunas obras de gran éxito de Joaquín Pardavé, como “Varita de nardo”, la que, por cierto, representó el primero de los múltiples estrenos que interpretó Arvizu del catálogo creado por el nacido en Pénjamo, Guanajuato. “Varita bonita, varita de nardo/ cortada al amanecer,/ quisiera tus hojas, tu suave perfume/ pa’ perfumar mi querer.”
Tangos con el Flaco de Oro
Meses más adelante apareció en el mercado el primer registro fonográfico de su voz y, a finales de mayo de 1928, ya había grabado al menos diez diferentes composiciones: “Pecadora”, “Madrecita”, “Adiós mi México”, “Ojos tristes”, “Flor”, “Cabecita loca”, “Te vengo a decir adiós”, “Varita de nardo”, “Canción mixteca” y “Ventanita morada”. Poco después obtuvo un contrato de exclusividad con la Victor Talking Machine Company, y viajó a Nueva York, donde grabó alrededor de una docena de audios.
Por esos días, Arvizu halló un diamante en bruto. A su regreso de Estados Unidos se decidió a cantar tangos, pues entre el público mexicano había comenzado a ser popular la música de la región del Río de la Plata. Para familiarizarse más con el género, compró algunos discos de Carlos Gardel en la Lagunilla y los reprodujo una y otra vez, tratando de revelar el misterio de aquella voz. No para imitarla, sino para entender cómo el canto de un hombre era capaz de portar el espíritu del extremo sur del continente. Por otro lado, necesitaba encontrar un nuevo pianista, uno que tocara adecuadamente el antiguo estilo canyengue del prostíbulo y el arrabal. De modo que una amiga suya, Maruca Pérez, le recomendó a Agustín Lara.
Agustín vivía en el anonimato; ganaba cuatro pesos diarios tocando el piano en el Café Salambó, un espacio ubicado en el número 15 de la calle de Bolívar. En ese momento, sólo una de sus composiciones se hallaba grabada en un disco. Aunque su suerte comenzaría a cambiar. Arvizu popularizaría algunos de los títulos más emblemáticos del repertorio lariano: “Azul”, “Cuando vuelvas”, “Monísima mujer”. En alguna ocasión, Gonzalo Cervera, uno de los más famosos arreglistas y directores de orquesta de la primera mitad del siglo pasado, comentó: “Yo vivía aquí en la colonia Roma y tuve oportunidad de presenciarlo en los cines. ¡Y qué barbaridad! Todas las muchachas le gritaban y lo ovacionaban y le pedían canciones de Agustín Lara, que él estrenó, como ‘Dos puñales’. Pero las muchachas, ¡qué barbaridad! Era una cosa increíble”.
¿Qué hubiese sido de Lara sin Arvizu? En una entrevista que Héctor Madera Ferrón le hizo en 1982, el cantante queretano dijo: “El oro está ahí, en una mina. Lo importante es que alguien llegue y se dé cuenta que allá adentro, en esa mina, hay oro. No descubrí a Agustín Lara, lo encontré. Porque el oro no se descubre, se encuentra”. Aunque, vale aclararlo, en ese entonces también cantaba temas de Guty Cárdenas, Emilio Donato Uranga, Ignacio Fernández Esperón, Armando Camejo, María Grever, Melquiades Campos, Jorge del Moral y Mario Talavera, entre otros compositores.
A mediados de 1929, del 3 al 19 de junio, registró quince nuevos títulos para la Victor, incluyendo “Adiós, Nicanor”, el cual, al parecer, fue el primer tema de Lara que inmortalizó en un fonograma. Sólo que estos materiales no los realizó en suelo estadunidense sino aquí, en México, en el marco de una de las expediciones de grabación que la compañía llevó a cabo en la capital, durante la década de los veinte. “No volveré/ a escuchar tu amorosa canción,/ Nadie podrá/ conmover
mi corazón.”
La voz de seda en América Latina
En 1930 entró de nuevo a grabar. Produjo, hasta donde se sabe, más de ochenta audios. Con la comercialización y circulación de sus discos creció su fama. El trabajo se multiplicaría: se iría de gira a diversos puntos del país y del extranjero, y grabaría más y más canciones. La prensa latinoamericana lo llamó “El tenor de la voz de seda”. Además, su presencia en la radio se extendería de Nueva York a Buenos Aires, pues el estudio radiofónico se volvió una escala obligatoria de sus giras internacionales. Formó parte del cuadro artístico que inauguró la XEW en septiembre de 1930: actuó junto a la Orquesta Típica de Miguel Lerdo de Tejada, Josefina la Chacha Aguilar, Francisco Salinas y Alfonso Ortiz Tirado. Arvizu, tal como ocurrió con el resto de este elenco, fue contratado en aquella ocasión debido a que gozaba de un gran prestigio, y porque ya anteriormente había cobrado experiencia en el campo de la radiodifusión, presentándose en la XEB, la estación de la cigarrera de El Buen Tono.
En los años que siguieron aumentó su producción fonográfica, incursionó en el orbe cinematográfico y amplió su presencia en la radio. Al cierre de 1935 un hecho marcó su vida: llegó a la capital argentina para inaugurar la LR1 Radio “El Mundo”. Acordó cantar en la radiodifusora por dos semanas. Se quedó dieciocho años. Buenos Aires se convirtió en su base de operaciones. Se ausentaría durante largas temporadas: saldría de gira, transitaría el continente y volvería. Era una estrella a la que todavía le faltaba un extenso camino por andar: centenares de melodías por grabar, películas que filmar, miles de conciertos que brindar. Su futuro le cumpliría el éxito que entonces le prometió. Así fue hasta el 19 de noviembre de 1985, cuando murió.
*Investigador de música popular de la Fonoteca Nacional.