Una galería de excluidos: la poesía Juan Manuel Roca

- Jorge Boccanera - Sunday, 01 Dec 2024 08:20 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Juan Manuel Roca (Medellín, Colombia, 1946) es sin duda una de las voces más notables y establecidas de la poesía latinoamericana en la actualidad. Este artículo presenta y comenta los ejes esenciales de su obra, algunos de sus recursos y su aliento crítico, e incita a su lectura, pues: “El corazón libertario aspira, según sus propias palabras, a integrarse a la familia de poetas insumisos y a una poesía espoleada por el deseo de pensar con el sentimiento y sentir con el pensamiento.

 

De las muchas marcas que singularizan la extensa producción poética del colombiano Juan Manuel Roca, que va desde su primer libro de 1973 Memoria del agua hasta El gallo canta tres veces aparecido en 2020, resaltan una atmosfera y una línea temática que se irán entrecruzando en muchos de sus títulos: la noche y los personajes que restriegan su sombra en las paredes de la intemperie: los nadie.

Son sin duda dos de sus principales ejes que dan contundencia a una diversidad de núcleos temáticos y una constelación de símbolos ‒el tren, el caballo, el viento, la sombra, las estatuas, la música, la pintura, el agua‒ que a modo de caleidoscopio transmutan permanentemente y como marejada golpean una y otra vez sobre los farallones del tiempo.

Lo nocturno ‒quizá podría hablarse de “nocturnidad”‒ alude a aquello que se mueve entre los pliegues de la noche; una arqueología de sombras que se vuelven espejos deformantes, los ciegos deletreando las cifras del enigma.

Esa clave de su escritura va de la mano del ocaso. Una especie de humareda y opacidad cubre como un manto de tinieblas a sus personajes y devela una vecindad con un gran autor que de seguro Roca ha leído a fondo: el tenebroso Edgar Allan Poe. Una sombra serpentea en los paisajes borrosos que va trazando el pincel del poeta en su recorrido por los claroscuros de lo incierto, los pliegues del enigma en el oleaje de la turbulencia diaria. La “nocturnidad” repito y menciono títulos de algunos de sus libros que podemos relacionar a este tópico: Los ladrones nocturnos, País secreto, Ciudadano de la noche y Luna de Babel, entre otros.

Allí donde se citan lo cierto y lo impreciso, como en una Feria de Atracciones armada por Ray Bradbury con su sala de espejos que se multiplican, deforman la hechura de los personajes y hurgan más allá de la apariencia. Porque, ¿qué otra cosa es la poesía sino un modo de trastocar una realidad que transmuta, que se transfigura constantemente?

Esos espejos funcionan en su escritura como cápsulas que guardan un decir punzante amasado entre la reflexión y el humor cáustico, el razonamiento deductivo y el absurdo, lo excelso y lo grotesco.

Siguiendo con esa “nocturnidad”, el título de una de sus antologías, Testigo de sombras, podría además sintetizar una poética; la que en ocasiones devela lo inatrapable al momento de ceñir el hecho creativo. Y en una vuelta de tuerca, en esa sombra de un testigo; unos ojos que desde las paredes aceradas de la noche acompañan la silueta de aquel que debe dar testimonio, porque fue en un instante cruzado por el filo del resplandor, el vislumbre, y toca atestiguar. Vale decir: hacer evidente eso que se escabulle; lo que se da en la entrega de una puerta falsa. Luego, el residuo de las hojas arrastradas por un viento nocturno van a inquirir por lo bajo si el testigo podrá refrendar o no ese súbito naufragio de sombras.

La otra impronta que deja una muesca en esta escritura es, para decirlo con una de sus herramientas preferidas, la paradoja: la presencia de los Nadies. Una extensa galería de excluidos arrastra los pies por los márgenes de la poesía de Roca, quien desde su primer libro Memoria del agua inicia con el poema titulado precisamente “Nadie” el rastreo del linaje de los que habitan el desamparo, hasta constituirse en uno de los ejes principales de su producción. Ese texto de 1973 abre un resquicio por el que desfilan los descartados, ángeles esperpénticos, mendigos aguafiestas, vagabundos, solitarios y otros habitantes del camino incierto por un paisaje que es la otra cara del hospedaje porque, dice el poeta en otro giro paradojal, en la tierra de los desaparecidos, el único aparecido es el que “llamamos fantasma”. El hombre, entonces, como anomalía de su propio entorno. Otro gran poeta colombiano, Rojas Herazo, ha señalado con acierto que en su poesía, Roca: “nos obliga a sufrir y respirar en nosotros mismos, en lo más ulcerado de nuestra conciencia, la lastimadura y el hedor de nuestro martirio colectivo”.

Aun así, ante la naturalización de la crueldad y la impunidad, Roca apuesta por la esperanza. Justamente en el poema “País secreto”, que da título al libro citado, contrapone un cargamento de anhelos al “tren del desconsuelo”, y a los lugares donde “se almacena la muerte en astilleros”. Apuesta a los sueños que se deslizan por terrenos de la imaginación y la libertad, al convocar ya, desde ese “país secreto”, al “país del nuevo viento”.

Claro que la esperanza lleva en su proa una mirada crítica. Así, construye el neologismo de “avestruzarse”, para señalar que no le interesa “esconder la cabeza ante nuestra realidad”. Allí hay justamente un trabajo “a conciencia” del poeta que va del tono grave al aire zumbón. Se entrecruzan entonces poemas como “Pequeñas cosas que trae la paz” (“No habrá paz/ con hombres y mujeres/ durmiendo en los umbrales// ni paz/ con racimos de despojos/ y niños que envejecen/ un año cada día/ al pie de las ciudades// No habrá paz con usura/ Esa lepra del alma”); y homenajes varios a Henry Thoreau, con textos de tono sarcástico, como los de su libro de “escritos libertarios”, Manténgase lejos de los libros, donde ejercita dos de sus herramientas preferidas: el traspaso de voz, para darle la palabra al inventor de la guillotina, José Ignacio Guillotín, quien aconseja remediar la migraña de algunos diputados con su invento; y de nuevo la paradoja, ya que el doctor Guillotín, que fue maestro de letras y se expresaba contra la pena de muerte, ocupaba también una banca de diputado.

El corazón libertario aspira, según sus propias palabras, a integrarse a la familia de poetas insumisos y a una poesía espoleada por el deseo de pensar con el sentimiento y sentir con el pensamiento.

De allí que en muchos de sus textos subyace el gesto del desahuciado de trazo goyesco cargando el pesado grillete de la pena, las voces cuerpo a tierra; vale decir: una cadena de murmullos viviendo en la fisura que da furtivos pasos en la penumbra. Este “ninguneo” que pone a la vista las llagas del abandono también admite una lectura en consonancia con el tiempo que atravesamos. De modo que por sus libros ‒una especie de bitácora del impugnado‒ asoma el que trata de sobrevivir en esa comarca de la desolación que es la intemperie. Tiempos de migraciones forzadas por la miseria, legiones de desplazados cruzando territorios y mares; una columna de exiliados marginados de un sistema que se amuralla en los territorios de la opulencia; esas zonas blindados para aislarse del “otro”, el diferente, el extranjero. La modernidad y el confort vallados con alambre de púas, cercas metálicas, paneles de acero, barreras de hormigón y guardia fronteriza.

Esta grieta en lo más humano del hombre, su ser solidario, determina a su vez un hablante que en la poesía de Roca toma distancia del poeta oracular y pomposo, y se acerca a la voz de la calle. Es el vapuleado –dice el autor, que agrega: “Dentro de esa categoría entran muchos “nadies”, desde el Ulises de La Odisea a los N.N. También el hombre corriente, el fantasma de carne y hueso con el que nos tropezamos en una esquina. Es nuestro ‘nadie’ y nosotros su ‘nadie’”. Con esta última frase señala dos males de nuestro tiempo: el individualismo y la indiferencia. El hablante, entonces, lejos del vate de antaño que se comunicaba por línea directa con los dioses y con el pecho henchido se pensaba a sí mismo como un intérprete del universo, es ahora la voz del anónimo, el hombre perdido en la multitud; un yo socializado que habita los lugares precarios.

Por el ojo de la aguja hablada de Juan Manuel Roca pasa el reverso de la historia oficial, como también la minucia inadvertida y restallante de lo cotidiano; pero además sus espejos que desenfocan y caricaturizan lo supuestamente establecido, su inventiva que se consolida en el cruce entre la imagen y el coloquio que nos da noticias de un “Cantar de lejanía”, que suena siempre cerca.

Un coleccionista de historias “escritas con ceniza” porque constata la “ruina de tiempo”, pero por sobre todo, da cuenta de aquel que cuida el instante único en que “el fuego conversa con el aire”.

 

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