Herida fecunda: Sandra Lorenzano y los restos del naufragio
- Mario Bravo - Sunday, 24 Nov 2024 08:22
Sandra Lorenzano ha nacido al menos dos veces: la primera, el 6 de marzo de 1960 en Buenos Aires. La segunda, el 9 de julio de 1976 al bajar de un avión que la transportó entre nubes hacia una ciudad amurallada con montañas y cerros. El 24 de marzo de 1976, el general Jorge Rafael Videla encabezó un golpe de Estado en Argentina y una posterior dictadura atroz, mortal como mil dagas clavándose en un corazón ingenuo. Junto a sus padres y tres hermanos, Sandra Lorenzano se exilió en Ciudad de México, dejando atrás los libros de su casa, a sus abuelos, a los amigos de la infancia y una lengua con la cual nombraba cada cosa del mundo. Casi medio siglo después de aquel vendaval que la arrojó hacia el norte del Continente Americano, la narradora, poeta y ensayista argenmex hace repaso de lo vivido y nos relata cómo se siembra aun en la herida, a pesar de y con la herida.
Un quiebre fecundo
‒Usted, al inicio del libro, expresa que perdió la lengua en algún lugar de esos diez mil kilómetros que le separaron de Argentina tras su exilio. ¿Cómo se reencuentra esa lengua extraviada?
‒En un primer momento, la lengua se pierde cuando estás lejos de tu hogar y de tus raíces, aunque a donde vayas utilicen tu mismo idioma. Existe un vacío alrededor que te hace tambalear al hablar, por eso escribo mucho acerca del tartamudeo y el balbuceo. ¿Algo cambia con los años? Sí. Esa inicial sensación de pérdida que te hace perder piso, después se transforma en esta lengua nueva que conforma al migrante y al exiliado. La lengua, como la memoria, se construye desde múltiples fuentes.
La escritora se expresa con un volumen de voz bajito, no al grado del susurro, pero sí como quien se halla frente a una fogata, narrando historias en la primera noche tras el descubrimiento humano del fuego: “En mi exilio no quería ser diferente a los otros adolescentes porque la adolescencia es querer parecerte a los demás. Hice un esfuerzo por adquirir la lengua de la tribu a la que quería pertenecer. Eso implicó un quiebre fecundo. De allí viene
mi lengua literaria, de esa suma de lenguas construidas.”
Una casita con raíces
‒En un breve texto incluido en Herida fecunda, usted comparte con el lector: “Me aterraba no tener patria bajo los pies.” En dirección opuesta, le pregunto: ¿Qué cielo mira un exiliado?
‒Es una pregunta bonita. Hablo poco de los cielos, aunque si te asomas a mis redes sociales, ahí permanentemente subo imágenes de amaneceres y atardeceres. Para quienes llegamos desde ciertas zonas de la Argentina, más que acerca del cielo, nuestra nostalgia es con respecto al horizonte. Al llegar a México, lo más fuerte fue la sensación de que el horizonte estaba tapado por las montañas. Después aprendes que esa es la fecundidad de la herida propia del exilio: este ruido, el smog, el olor del mercado… todo eso se vuelve tu patria. Mi hija, cuando era pequeña, en un dibujo hizo una casita con raíces, y atrás escribió: “Mami, donde tú y yo estemos, hay raíces”.
En Bajo la lluvia ajena (notas al pie de una derrota), el poeta Juan Gelman apuntó: “Te amo patria y me amás. En ese amor quemamos imperfecciones, vidas”. Sandra Lorenzano atiza el fuego y reflexiona: “Tengo un par de sensaciones compartidas con gran cantidad de exiliados y migrantes: si me preguntas en dónde quiero estar, siempre diré que en mi casa. La otra certeza que poseo es la siguiente: en cualquier lugar del mundo en donde me dejes, sé que podré construir un hogar. Y eso te lo enseñan los naufragios, esos quiebres en la vida como los exilios; pero también el hecho de perder a un ser querido, romper con una pareja o cualquier cosa que transforme radicalmente tu mundo. En la vida sumamos hogares y nostalgias.
La matria
‒Para usted, ¿la patria es su infancia, como diría Rainer Maria Rilke, o la concibe más al modo de José Emilio Pacheco en el poema “Alta traición”: un bosque, cierta gente, una ciudad deshecha y tres o cuatro ríos?
‒Prefiero la noción matria, y esa es como la memoria: una suma de cosas. Cuando estoy muy perdida, allí sostengo dos talismanes: uno es la palabra poética, que no necesariamente es un género, sino una manera de mirar el mundo y al lenguaje; por otra parte está el amor, el erotismo y la persona amada. Eso me centra y hace que vuelva a sentir raíces. Mi matria no pasa por lo geográfico, sino mucho más por lo simbólico. Por ejemplo, durante la pandemia creció mi idea de matria: ¡cantidad de gente que estaba solamente en la pantalla de mi computadora! Eso me sirvió mucho para pensar en este libro.
Sylvia Molloy y la memoria
Describiendo a quien es obligado a exiliarse, Cristina Peri Rossi dijo en un poema: “Bautizan todas las cosas/ con los nombres que recuerdan/ que vienen del otro lado del mar/ pedazos de un lenguaje otro/ distinto al que se habla,/ y en sus casas,/ las plantas, los muebles, los ceniceros y los gatos/ tienen otro nombre.” Acerca de convertir en palabra al mundo con la musicalidad propia del acento natal, Sandra Lorenzano cavila:
‒Mi forma de hablar es muy mexicana, eso les parece a los argentinos cuando me escuchan. Soy lo que soy por las raíces argentinas, y también porque hace casi cincuenta años que vivo en México; pero, al leer poesía en voz alta, es como si el inconsciente recuperara algo que aprendí a los cinco años: la lectura. En la poesía aparecen las voces que me conforman, es decir, mi madre, mi abuela, quienes me enseñaron a leer y quienes me leyeron de pequeña.
‒Se refiere a esos “insignificantes restos de patria” que menciona en su libro…
‒Tal cual. Esa es una idea de Sylvia Molloy, una autora a quien quiero y respeto mucho. Esos insignificantes restos de patria se quedan en el lenguaje, en la entonación de una palabra, en una forma de leer. Ella habla de anuncios publicitarios que escuchábamos en la infancia y cómo vuelven a la memoria. Es como si el exiliado dijera a quienes lo reciben en el nuevo país: “No se crean que venimos a imponer nada, sino que estos son los restos del naufragio”.
Polvo de oro
‒Usted dice en su libro: “Escribir por los que no están. Escribir porque no podemos hacer otra cosa y no queremos hacer algo más.” ¿En su prosa cómo se registró el exilio?
‒Ahí reivindico el tartamudeo, el balbuceo. En la escritura se mezclan estas múltiples raíces. Los japoneses tienen la técnica del kintsugi, que permite pegar fragmentos de algún objeto roto y destacarlos con polvo de oro. A partir de fragmentos reconstruimos lo que somos, y queremos que se vean porque son nuestras heridas y cicatrices. Herida fecunda está hecho de fragmentos de memoria. Además, como somos latinoamericanas y latinoamericanos, no tenemos mucho chance de encontrar polvo de oro; entonces, zurcimos: este libro está hecho con retazos y se le ven las costuras. Por mucho que en muchas sastrerías se prometa un zurcido invisible, nunca es del todo invisible.
‒Usted es una autora de oraciones breves, quizás allí se filtra el tartamudeo que señala.
‒Es verdad. Probablemente pienso así: en frases cortas que me permiten hilar, sumándose a otras frases cortas. Ahora que lo dices, quizás hay una correspondencia entre esta memoria fragmentaria y tartamuda, mi identidad fragmentaria y tartamuda, la búsqueda fragmentaria de patrias y matrias, más el kintsugi necesario… todo eso vinculado con la escritura. Es una lengua que va tropezando, aunque no se notan esos tropiezos a causa del oficio literario porque no quiero que leas tropezando, sino que tu lectura sea fluida. Nunca lo había pensado de esa manera, pero algo de lo que dijiste me llevó hacia allí.
La esperanza
‒¿Quién era cualquier exiliado antes de la herida? ¿Cómo se hace para intentar reencontrarse con aquel o aquella que uno fue antes de un golpe brutal, como del odio de Dios, diría César Vallejo?
‒La respuesta está en el título del libro. ¿Cómo conviertes esa herida en algo fecundo y no en una nostalgia permanente, sino en una presencia que está contigo? ¿Cómo se puede crear y celebrar a partir de ese dolor? Las palabras me ayudan a que esa herida primordial se vuelva fecunda. Si lo piensas, todos tenemos heridas a lo largo de la vida e intentamos que sean fecundas. Siempre apelamos al impulso de vida del cual habla el psicoanálisis. En mi caso, se vuelve fecunda cuando, a través de la palabra literaria, logro transmitir algo más que una herida.
‒Escuchándola hablar acerca de ese concepto freudiano de pulsión de vida, le pregunto por su contraparte: la pulsión de muerte. ¿Cómo se esquiva la tentación de regodearse en la derrota y en las pasiones tristes propias del exilio?
‒Esa idea no me pertenece. Mi padre alguna vez me reclamó y me dijo: “No somos los derrotados, sino que somos quienes han sabido resistir.” Vengo más de la pulsión de vida que de la pulsión de muerte. Trato que mi escritura sea nostálgica, melancólica, pero siempre con una luz de esperanza. Siempre hay una ventana que te permite mirar, de lo contrario, no harías lo que haces. Alguien que agarra una maleta y sale de su casa, le apuesta al futuro.
‒Finalmente, desde su actual hogar en La Habana, ¿a qué distancia se mira a la esperanza?
‒Si no pensáramos en la esperanza, no tendría sentido contar con una sede de la UNAM en Cuba. Asumimos que, a través de la cultura y del conocimiento, transmitimos solidaridad. En La Habana, el sentido de mi responsabilidad se encarna con el propósito de crear espacios para la esperanza. Con o sin apagones…