Selma Ancira, traductora
- José María Espinasa - Sunday, 29 Sep 2024 09:11
Me sería muy difícil fechar cuándo leí por vez primera traducciones de Selma Ancira, pero debe haber sido allá por los primeros años ochenta, en una edición de Siglo XXI de las cartas de Pasternak, Marina Tsvietáieva y Rilke. La referencia es aproximada y vaga porque no encontré el libro en mi biblioteca embodegada desde el temblor de 2017. Tampoco puedo decir con precisión cuándo la conocí personalmente, aunque pienso que debe haber sido a través de nuestro querido y añorado Julián Meza. Lo que sí me queda claro es que el conocer fue un reconocer, fruto de las empatías que conducen tanto a la amistad como a la admiración, cosas ambas que siento, intensamente, por ella. Al ver la cantidad de textos que ha traducido al español del ruso y el griego me asombra su capacidad de trabajo y la calidad del mismo. Se me dirá que no siendo lector del griego ni del ruso, cómo puedo juzgar su calidad. Bueno, no es sencilla la respuesta. No lo es porque mezcla por igual asuntos comprobables con otros más subjetivos, emotivos. Por ejemplo, Marina Tsvietáieva. O mejor, un poco antes: el ruso y el griego. Mi primer deslumbramiento con la literatura rusa ocurrió con Crimen y castigo, que leí siendo adolescente y apenas un par de años después, con El Maestro y margarita de Michael Bulgakov, que leí en un ejemplar que me prestó y supongo que nunca le devolví a Francisco Hinojosa. Se ha dicho mucho que el genio de Dostoievski resiste hasta las pésimas traducciones de Ediciones Progreso que leíamos en los setenta. Es difícil encontrar dos novelas más distintas y sin embargo claramente rusas. La palabra está en cursivas y la leo con un engolamiento de voz para que entiendan eso del “alma rusa”, que me llegó a través de José Revueltas, el más ruso de nuestros narradores.
Leía también por esos años a los vanguardistas, en especial a Maiakovski, y eso me fue llevando por la senda de Ajmátova, Pasternak y Marina Tsvietáieva. Justamente leer autores de un idioma que no sólo no conocía sino que estaba escrito en otro alfabeto, pienso ahora, en contra de lo que piensan los exigentes y rigurosos filólogos, me permitía entender bien esa escritura. Pienso, ahora, por ejemplo, que lo que hizo Marina Tsvietáieva se sitúa más allá de la literatura, del otro lado del dolor. Pero no me voy a meter por ahora en espesuras, sino que regreso a lo de los idiomas, los alfabetos y las traducciones. Hoy día, que en la figura de Selma celebramos la enorme calidad que tiene la traducción en México, y donde cada vez esa labor está más presente. Por esos años, lo he contado en otro lugar, leía con fruición y entusiasmo a Kavafis y a Seferis. El primero en traducción de Juan Carvajal, del francés, y el segundo, en la de Lisandro Z. Galtier. Diría que si Marina Tsvetáieva estaba del otro lado del dolor, los poetas griegos estaban del otro lado del sentido, es decir, recuperaban uno que se había perdido. En todo caso ni griegos ni rusos me parecían una lectura natural de un poeta mexicano sino una elegida por la búsqueda y necesidad de esa voz otra que uno le pide a la escritura. Cuarenta años después, la traducción de la poesía reunida de Seferis, traducida por Selma y Francisco Segovia, es un tesoro y una culminación de aquel entusiasmo.
Vuelvo a Julián Meza. En las comidas o cenas Julián, con la pertinencia de un maestro pero también con la de un compañero de aventura, soltaba nombres de escritores que su interlocutor desconocía y nos prestaba libros inencontrables. Su antigua militancia de izquierda lo había llevado a denunciar con ferocidad y furia y los crímenes del estalinismo y cómo había acabado con una extraordinaria generación de artistas, a través del fusilamiento, el suicidio, el ostracismo y los campos de concentración, pero que ella, ellos, a través de las palabras iban más allá de la circunstancia y nos hablaban de lo que en sentido literal, pero también mitológico, no se puede hablar.
Más allá del dolor. ¿Qué quiero decir con ello? Bueno, la escritura de Marina es claramente autobiográfica y diría que no puede ser de otra manera en el contexto de lo que le tocó vivir, pero esa condición autobiográfica es, está, más allá de lo biográfico, porque lo que la escritura transmite es precisamente ese más allá de la vida, una queja, sí, pero vuelta absoluta, como el grito en el cante flamenco. Se ha dicho con una fórmula muy usada: decir lo indecible. No decir el silencio, sino el dolor, en donde desde luego se escucha el silencio. Si antes hablé del cante es porque en su faceta más honda, el cante canta en otro idioma, no es español, como el ruso de Marina no es ruso, es la lengua del más allá. Así, editar a Marina, editar las traducciones de Selma, tiene algo de gesto fetichista. Es como un rosario: llevamos seis en la cuenta. ¿A qué le rezamos? A una idea de la literatura que sea pura intensidad, quemante. Por eso la vida trágica de la escritora, como la de algunos de sus contemporáneos y amigos, se vuelve parte de la obra, con una connotación muy distinta de aquella tradicional de la vida de un artista. Por eso también las cartas se vuelven escritura pura y no testimonio o documento. Esa escritura es una llaga abierta para la memoria y los lectores la leen sobrecogidos, en una actitud que casi se vuelve de rezo. No quiero decir con esto que se trate de una literatura religiosa, aunque algo hay de ello, sino que para el lector se trata de una plegaria, una literatura de duelo. No es por azar que su colaborador en la traducción de los poemas de Marina, Francisco Segovia, haya publicado recientemente un libro con ese título, Salmos. Nunca acabaremos de leer a Marina Tsvietáieva pero, yo al menos, la empecé a leer por Selma Ancira, a quien le agradezco infinitamente su labor.