La memoria, suma de olvidos

- Vilma Fuentes - Sunday, 16 Jun 2024 09:04 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Si el tiempo ha sido siempre una obsesión en la mente y espíritu de los escritores, inexorablemente la memoria también. De Marcel Proust a José Emilio Pacheco, este artículo reflexiona sobre las titubeantes certezas de nuestra memoria y, por lo tanto, las igualmente dudosas sobre nosotros mismos.

 

Veo en un programa de televisión la reconstrucción imaginaria de una dragona con su hijo al cual debe proteger de otro dragón que ve en el pequeño una posibilidad de saciar su apetito. La dragona, al parecer, posee eso que se llama instinto maternal y defiende a su engendro en una pelea a muerte contra el enemigo hambriento. Gana la lucha. Vuelve la cabeza y ve al pequeño. Se aproxima entonces a ese hijo al que devora. Ha olvidado que es su hijo y es ella quien lo englute. Su memoria no va más lejos en el tiempo pasado.

Los primeros recuerdos que vienen a la memoria de la infancia podrían considerarse préstamos que recibimos de nuestros padres o tutores que se ocupan de nosotros. Ellos, los adultos, nos sirven de memoria en esos primeros años, cuando aún no somos capaces de recordar más que el pasado inmediato. Las imágenes se desvanecen más pronto cuando aún no se sabe nombrarlas. Pueden, a veces, volver en ráfagas cuando volvemos a verlas y la memoria las reconoce como ya vistas, ya vividas. Pero la memoria es selectiva y cada quien, cada persona, tiene la suya que guarda algunos recuerdos y olvida otros. Dos personas, aún cuando se aman, se acuerdan de manera distinta de los mismos sucesos. De ahí, en parte, tal vez, que el pasado sea distinto para cada quien. Ese pasado que nos va formando y haciendo de nosotros lo que vamos siendo. Y no somos los mismos cada día. La noche y los sueños hacen también su labor selectiva. Ayer estábamos tristes y veíamos negros nuestro pasado y nuestro futuro. Hoy nos despertamos dichosos y vemos las cosas con optimismo, aún cuando la realidad, la criminal realidad, sea la misma.

A través de las dos mil página de su obra titulada En busca del tiempo perdido, el “narrador” imaginario de Marcel Proust relata sus recuerdos a lo largo de su vida. Recuerdos que lo conducen a narrar varias vidas y épocas anteriores a su nacimiento, historias que vienen no sólo de su pasado sino del vasto pasado de Francia, y termina por comprender que sus recuerdos son distintos a los de los otros, las otras personas, pero también la suya, su propia persona, la otra, la que fue y fue dejando de ser ante la aparición sucesiva de sus otredades. Concluye así con una aclaración a sus lectores: sus personajes no son microscópicos, como han pretendido señalar algunos comentadores y críticos. Son, al contrario, gigantescos, crecidos y agrandados por el tiempo. Su búsqueda del tiempo perdido, en esa monumental obra que es La recherche du temps perdu, es la del tiempo recuperado por la memoria, la suya. Una selección, pues, de los recuerdos superpuestos uno a otro, transformados por ellos mismos y esa acumulación selectiva de los recuerdos que es el trabajo incesante de la memoria. Para probarlo y probárselo a sí mismo, hace un pastiche, Las memorias de otro autor, el cual relata los mismos hechos, aunque imaginados también por él mismo, leídas gracias al misterioso y milagroso azar, tan inventadas como las narradas por él, las suyas, ésas en las que creyó recuperar el tiempo perdido. Los esposos Verdurin, por ejemplo, no son los ridículos personajes descritos por el narrador a lo largo de su obra. El marido es un verdadero pozo de ciencia y la mujer es una anfitriona de salón literario donde se reúnen grandes personajes, inteligencias de la época.

Tan imaginarias o deformadas y reformadas por la memoria y el olvido son Les Mémoires de Saint-Simon, narración de fines del reino de siglo de Luis XIV y de la Regencia, o las memorias de Vasconcelos, relato de su lucha política y su exilio, donde describe el error de su respuesta a María Antonieta Rivas Mercado a causa de un equívoco o de la incomprensión, palabras que conducen a la modelo del primer Ángel de la Independencia en México a su suicidio en el interior de la catedral de Notre Dame en París, ejecutado con la pistola que su amante, José Vasconcelos, cargaba siempre con él.

Dar crédito a la propia memoria es, acaso, creer lo que imaginamos e inventamos día tras día a lo largo de la vida. El pasado es, de alguna manera, tan imaginario como el futuro. Ilusiones uno y otro, los vamos cambiando con el paso del tiempo. O, más bien, es el tiempo el que los va transformando en la versátil memoria. La memoria que tenemos de nosotros mismos no es semejante a la que tuvimos ayer o tendremos mañana. Esa misma memoria que va haciendo la persona que creemos ser hoy.

“En el polvo del mundo se pierden ya mis huellas; me alejo sin cesar. No me preguntes cómo pasa el tiempo”, palabras de Liu Kiu Ling que sirven de epígrafe al magnífico poema de mi tan querido amigo José Emilio Pacheco, titulado No me preguntes cómo pasa el tiempo, donde concluye: “somos nosotros quienes pasamos”.

El egoísta y cruel tiempo que nos deja sus migajas y guarda para sí mismo la eternidad en la suma de olvidos que es la memoria humana.

 

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