Metáforas porcinas: la humanidad y sus reflejos

- Alejandro Badillo - Sunday, 28 Apr 2024 09:03 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
La historia de la convivencia del cerdo con la civilización humana es larga y bastante compleja: en la literatura, pasando por el cine y la pintura, sus rasgos no pocas veces nos representan con eficacia, con matices tanto negativos como positivos. Este artículo explora esas metáforas sustentadas en algunas de las características naturales del animal.

 

A menudo se olvida el papel del cerdo como animal mítico y su importancia para la civilización humana. Gatos y perros, por lo general, se disputan la presencia en las redes sociales, películas y un multimillonario mercado de artículos de consumo. Sin embargo, el cerdo ha acompañado al hombre no sólo como sustento sino como espejo en el que refleja sus fobias y obsesiones. De alguna manera, este animal funciona como un doble de nosotros. No hablo desde el punto de vista anatómico –hay que recordar las investigaciones para trasplantar órganos de cerdos a humanos– sino desde la cultura y sus expresiones. La domesticación de los animales de granja cuenta una historia que va más allá del uso comestible que le damos a algunas especies con las que compartimos el planeta.

 

Retratos literarios de los cerdos

En Cerdos. Un retrato, ensayo del filósofo austríaco Thomas Macho, recorremos diferentes representaciones iconográficas del animal. En primer lugar llama la atención la versión –por así llamarla– de los cerdos que poblaban las granjas de los siglos pasados. En las pinturas y grabados recopilados en el libro, los cerdos no parecen cerdos. Los animales representados en escenas pintorescas y bucólicas son animales esbeltos con una cresta rebelde en la cabeza y en el lomo. Recuerdan a jabalíes de menor tamaño y, acaso, con apariencia menos feroz. Con el paso del tiempo, la selección humana sobre los cerdos ha producido animales hiperbolizados que, por supuesto, no sobrevivirían en la naturaleza, al igual que otras especies modificadas por nosotros.

El salto del cerdo a la literatura lo podemos encontrar en documentos tan antiguos como la Biblia, en particular el Nuevo Testamento. Ya es un lugar común el pasaje en el cual Jesús de Nazaret enfrenta a un hombre endemoniado y traslada el mal que lo atormenta a una piara que, instantes después, se ahoga en un lago. Los cerdos, en este caso, se vuelven un receptor de aquello que nos deshumaniza. Sirven, también, como un instrumento para que la divinidad muestre su poder. Sin embargo, parecería que estos animales son el símbolo perfecto para reflejar en ellos nuestros defectos. Lo primero que viene a la mente, por supuesto, es la condición sucia o impura del animal a pesar de que, en la naturaleza y en las granjas, es limpio siempre y cuando viva en condiciones adecuadas. Las culturas de Medio Oriente han rodeado al cerdo de muchas prohibiciones sobre su consumo. El antropólogo Marvin Harris señala que, atrás del tabú, hay una razón práctica en la distribución de recursos comestibles en un ecosistema desértico: es mejor usar el grano para consumirlo directamente que dárselo al animal para que lo coma él con un rendimiento mucho menor, pues su carne alimenta a un porcentaje reducido de personas. De esta forma, la tentación por cocinar al cerdo debió ser combatida a través de la religión y leyes civiles. El ensayista inglés Charles Lamb bosqueja en uno de sus textos más curiosos, “Disertación sobre el lechón asado” (1823), el descubrimiento del sabor del cerdo a través de un accidente relatado en un antiguo manuscrito de origen chino. Un hombre encuentra su casa devorada por un incendio. Los cerdos, en particular los lechones, se asan fortuitamente en el evento y, así, después de probar su carne cocinada, el hombre deja de comer las cosas crudas y se entrega al deleite del platillo recién descubierto.

En Rebelión en la granja, mítico relato de George Orwell, más allá de la lectura del cerdo llamado Napoleón –representación de Iósif Stalin– y la crítica puntual al totalitarismo soviético, vale la pena pensar en una reflexión más profunda: el poder en manos de las clases subalternas y el descalabro de las utopías, pues la opresión vuelve con diferente rostro. En este caso, Orwell escoge a los cerdos y no a otros animales de granja como nuestros herederos una vez que hemos sido despojados de nuestra capacidad para dominar a los más débiles. Los nuevos animales preponderantes en la granja imaginada por Orwell le dan la razón al político inglés Winston Churchill, quien les tenía singular aprecio: “los perros nos admiran, los gatos nos miran como sus súbditos, pero los cerdos nos tratan como iguales”. Por supuesto, el trato igualitario –irónicamente– no es, en absoluto, compasivo o solidario. El cerdo puede volverse un humano que oprime a otro humano; es una versión que lleva al límite nuestros defectos. Sin embargo, la historia del cerdo como reflejo de nuestra maldad tiene más tiempo. En particular, destaca su uso como representación de una clase que se aprovecha del pueblo. Hieronymus Bosch, artista neerlandés, pintó en su famosa obra El jardín de las delicias –realizada a finales del siglo XV– a una monja convertida en cerdo para denunciar la corrupción del clero. Tiempo después, Luis XVI fue caricaturizado como un cerdo en varias ocasiones por los artistas revolucionarios. En el siglo XX son muy comunes los cartones que satirizan a los banqueros como cerdos glotones e insaciables. Es, por así decirlo, una clase parásita que sólo puede engordar a costa de nosotros.

 

Cerdos y otras especies al acecho

En las películas y ficciones distópicas los autores presentan a distintos animales apoderándose, de nuevo, del mundo: leones, jirafas, monos, gacelas, entre otras especies. En otro tipo de narraciones que especulan con el colapso humano, se describe una evolución acelerada de algunos animales mientras las personas retroceden a un estado salvaje. Es lo que ocurre, precisamente, en El planeta de los simios, novela del autor francés Pierre Boulle publicada en 1963 e inspiración para la franquicia fílmica del mismo nombre. Hay un pasaje, particularmente inquietante, no retomado en la adaptación y sus secuelas: los humanos son víctimas de una especie de pereza mental que aumenta con el paso del tiempo. Sin necesidad de luchar, los simios toman nuestro lugar como amos del planeta. Esto –el colapso intelectual de nosotros– no pasaría de ser una anécdota fantasiosa si no fuera por los estudios que muestran una creciente falta de concentración en los estudiantes por el abuso de la tecnología. Incluso la contaminación y alimentación industrial son señaladas como causas de un deterioro cognitivo en millones de personas. ¿Los cerdos –famosos por su inteligencia– podrían representar el papel de los simios en nuestras ficciones para el futuro?

Nuestro rechazo ancestral a los cerdos obstaculiza que los imaginemos en las ficciones que especulan con nuestro futuro. Habría que decir que un mundo dominado por los cerdos –más allá de la imaginación literaria– no es tan lejano como podríamos pensar. En primer lugar, la población de estos animales ha ido en aumento. El consumo de su carne ha transformado de manera radical a la industria ganadera. La idílica granja que se nos muestra en las etiquetas de los productos porcícolas en los supermercados es, en realidad, una enorme infraestructura que produce una cantidad ingente de carne. Este fenómeno ha generado una paranoia: en los años recientes, noticias –desmentidas poco después– especulan con cifras que intentan demostrar que algún país tiene más cerdos que humanos. España ha sido una de las naciones mencionadas. Más allá de datos concretos, hay cierta fantasía macabra en la idea de que seamos superados en número por estos animales. En algunos países, incluso, los cerdos de granja han logrado huir y se han mezclado con cerdos salvajes. En Estados Unidos y Canadá más de seis millones de estos animales depredan ecosistemas enteros y ponen en jaque a los granjeros y sus cultivos. Su afilada inteligencia y su capacidad para evadir los intentos por controlarlos han hecho que algunas autoridades den por perdida la batalla. Además, contaminan el agua y son vectores eficientes de numerosas enfermedades. Cuesta trabajo pensar en un cerdo como una plaga, pues históricamente las asociamos a
ratones, langostas u otros tipos de insectos.
Sin embargo, quizás nuestro enemigo más eficiente sea el cerdo, un animal criado intensivamente por el hombre que, en muchos aspectos, es una versión hiperbolizada de la sociedad que hemos creado.

 

 

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