Tomar la palabra

- Agustín Ramos - Sunday, 21 Apr 2024 08:54 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
Es genocidio (II de III)

 

Para detener las guerras que desatan sociópatas como Hitler, Netanyahu, Thatcher, Galtieri, Bush, Zelenski, Putin, Noboa y Felipe Calderón, se necesita que una inmensa mayoría imponga su voluntad de construir la paz.

 

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La Clínica de Trastornos del Sueño de la UNAM reportó que mi “arquitectura de sueño” estaba más fragmentada que un edificio bombardeado… El estudio refería un “exagerado número de alertamientos (537) en las fases 1 y 2… con 55 despertares en total. 226 movimientos de piernas con 145 alertamientos y 79 apneas e hipoapneas”, lo que derivaba en “una disminución muy importante de las fases profundas del sueño y en un índice excesivamente bajo de calidad de sueño 0.35”. Sí, como edificio bombardeado.

Además sueño casi exclusivamente en blanco y negro, quizá por el cine y la tele de mi infancia. Aunque a mí se me hace que no es ni por una estructura colapsada ni por una niñez previa al color. Porque color ya había en algunas películas. Además, viéndola bien, la niebla del blanco y el negro puede ser una ventaja durante las pesadillas: menos horror, más distancia, mejor perspectiva frente a las rotundas señas particulares de lo que sueño. La señal de mis sueños se traduce en una sensación de inseguridad permanente, creciente, punzante, que me acosa hasta bien entrado el despertar. Una guerra descomprimida, extendida, convertida en costumbre, ¿en resignación?

En mis sueños habitan los rastros de un enemigo intraducible. La cara de la misma moneda que me carcome las zonas seguras y siembra escenarios en los que parece que una guerra, con toda su capacidad de fuego y destrucción, acabara de pasar, por más que lo hubiera hecho en forma discreta, a plazos… Mis sueños son sueños de guerra. En esta guerra el peligro crece por segundos, los sitios a salvo disminuyen y se van haciendo más chicos, más inaccesibles. Esta guerra, al revés de mi bien, es un mal que se acelera, se extiende y se va convirtiendo en genocidio. Y no puedo hablar de conjura. No puedo asegurar que alguien quiera exterminarme. ¿O a quién le molesta mi sombra y le estorban hasta mis huesos? ¿Algunos, alguien codicia la tierra donde estoy parado y lo que hay bajo las plantas de mis pies?

La única respuesta que encuentro son las señales tangibles de una demolición en curso. Sueño tierra arrasada y restos humeantes, pero la violencia es casi casi imperceptible, rara vez escucho tiros o lamentos y la demolición se queda en varillas implorantes, en montoncitos de arena orinada, en las pertinaces cruces descoloridas de las obras a medio terminar, de las ilusiones mochas de hacerse de una casita, de poner un piso más, de echar un colado. Los golpes más sonoros son de cohetes patronales y de tolvaneras que se encarnizan con los residuos de lo que no pudo nacer. La basura es la huella que brilla más, la huella digital del genocidio cuyos desechos no son casquillos ni cascotes sino cascajo, envolturas y envases tóxicos, logotipos.

 

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La otra cara violenta de la guerra son las mentiras elaboradas con la voluntad de engañar y dar el paso irreparable. Acribillar la verdad, degradarla a papel higiénico, a comida chatarra, a propaganda mercantil, a simulacro, a disparo de autor intelectual, también es hacer la guerra. Guerra sucia, “pero sucia en serio”, recomienda Jorge Castañeda. Guerra judicial “pensando en la República”, dijo Guillermo Sheridan cuando jaló el gatillo que puso al frente de la Suprema Corte a Norma Piña. Guerra para la oferta de mercancía política podrida, como José Ángel Gurría, pero con la envoltura de un producto chatarra Marca X. No dejemos de hablar de Palestina. (Continuará.)

 

 

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