Merlina Acevedo, maga del aforismo

- Enrique Héctor González - Sunday, 24 Oct 2021 10:57 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
El aforismo es el vehículo ideal de la paradoja.

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El aforismo es el vehículo ideal de la paradoja. Su concisión, su rapidez de lectura, su precisa destreza en la generación de conceptos no sólo congenian con los tiempos líquidos que corren sino que, asimismo, facultan plausibles contradicciones instantáneas, antítesis funcionales que generan sabrosísimos desconciertos o sonrisas súbitas. De ahí la diferencia entre la frase célebre y el aforismo: aquella fija un concepto, regala una verdad; el aforismo despeina la realidad, inquieta, admite y aun invoca la vocación recreativa de los conceptos. “No me dejen sin la esperanza de ser incomprendido”, escribió Wilde, y entonces la sentencia inapelable se transforma en lucidez lúdica. Y no que todo aforismo intente ser chistoso, pero conviene a su naturaleza menguante y pantanosa el gusto por el juego, pues, como observa el mismo Wilde, maestro del humor caústico, “el aburrimiento es la mayoría de edad de lo solemne”.

Desde hace algunos años una escritora mexicana, Merlina Acevedo (1970), ha perfilado su preferencia por los textos breves con minucia espartana. Tanto en Peones de Troya como en Apholíndromos ha reconocido la plasticidad y las cualidades proteicas de estas breves frases sin frisos y las ha decantado en muestras magníficas de la perplejidad irónica (“Uno nunca sabe lo que olvida”), de cómo se cruzan y coinciden y confunden la naturalidad de la expresión cotidiana con la figurada parálisis de la sorpresa cuando nos obliga a reconocer el doble o triple sentido de boutades que uno bien puede utilizar en alguna sobremesa para sencillamente salir del paso: “A veces ni yo me entiendo, pero me explico”.

Pintora, ajedrecista, música, la condición ecléctica del aforismo se le da naturalmente: frase donde se enfrentan la maravilla y la desazón, donde el dispendio verbal coagula en rúbrica, donde la sensatez sin pedigrí arroja casi siempre disparos certeros a la sucia estulticia de la vida y sus lugares comunes: “A todo se acostumbra uno, menos a ser feliz”, barrunta como si retratara con desánimo la torpeza existencial que nos vuelve enemigos de lo que nos reconforta, agoreros de males que no se reconocen en la gracia, así sea efímera, del bienestar.

Aparte de aforista, Acevedo es palindromista, pero el palíndromo es casi siempre una broma que no va a ninguna parte, que se atiene a su ingenio para justificar su ilegibilidad. Es una artesanía verbal curiosa, cierto, pero depende de la admiración por la ociosidad, antes que del flechazo insondable de la frase que cala. Prueba de ello es que de palindromistas insaciables (Otto Raúl González, Prado Galán y otros menos célebres) no se hacen escritores memorables sino reconocidos pergeñadores de sentencias y aun textos que pueden leerse de adelante para atrás con mirada llena de asombro, pero a menudo con una sombra de condescendencia: ¡qué ingenioso, pero como que la frase o el poema no dicen gran cosa, ¿no?! Salvo excepciones.

En cambio el aforismo, el verdadero oficio de la emérita Merlina, es un arte de la concreción verbal que establece sus deslindes semánticos propios y hace del capricho un sentido nuevo: “No hablo sola, me dirijo la palabra”, establece, con elegante voluntad de discernimiento, y con un dejo de amor a la soledad y sus laberintos, quien sabe claramente que “el amor deja mucho que desear”. Y del amor se ha escrito tanto y filmado tanto y abusado en igual manera que cuesta trabajo renovarle las aristas como lo hace Acevedo cuando lo ubica como “un perchero en el que colgamos los sentimientos que no sabemos dónde poner”, pues a veces ignoramos qué hacer con él, ¿amordazarlo o ceñirlo a un concepto sin mentir arteramente?, con la certeza de que, en su variante narcisista, “el amor propio siempre se enamora de la persona equivocada”.

Otro vicio execrable en relación con las frases célebres, esas hermanas presuntuosas del aforismo que hasta presumen el pedantísimo nombre de “máximas”, es que tiende a clasificárselas temáticamente para que el lector, casi siempre un buscador de pensamientos para toda ocasión, pueda encontrar la adecuada a su meme o discurso edificante o sentido pésame, cuando el verdadero devoto del aforismo, sea que los escriba o los lea, los prefiere en su contexto: un verso dentro de un poema, una línea dicha al pasar por un personaje olvidable en una novela sin desperdicio, o la voz suelta de alguien que, como Merlina, aguzando sus poderes de observación o su mirada hechizada, atina a conjurar que “el reloj de arena es el palíndromo del tiempo”, ocurrencia que reúne las dos pasiones verbales más reconocidas en esta ajedrecista, fotógrafa de una realidad que observa a simple vista, sin volubles vuelos verbales.

Así, como deletreando indolentemente el mundo, haciendo parecer que la paradoja, el doble sentido, la perplejidad convocados por un buen aforismo son estrategias dóciles, fáciles delectaciones del espíritu, Merlina Acevedo acumula agudezas como sin proponérselo, sabiendo que “el sabio no lo sabe todo, pero todo le sabe”.

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