De antologías, obituarios y gustos de lectura

- José María Espinasa - Sunday, 24 Oct 2021 09:03 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
La reciente desaparición física del poeta francés Henri Deluy (1931-2021), también antologador de la poesía de su país, detona aquí una reflexión sobre las antologías y sus variados y subjetivos criterios de selección, o reunión, o compilación… todos, al parecer, esencialmente marcados por el gusto de quien las realiza, pero también sobre su indiscutible necesidad e importancia.

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Hace un par de meses Adolfo Castañón, observador privilegiado de la literatura francesa, me mandó un mail donde mencionaba la muerte del poeta francés Henri Deluy, y me hablaba de la amistad del fallecido con Saúl Yurkievich y de sus trabajos sobre el tango. Yo conocía la labor de Deluy tangencialmente, sobre todo como editor de revistas, divulgador de la poesía francesa y autor de algunas notables antologías de la lírica de su país. Lo había tratado personalmente, si no recuerdo mal, por intermedio de Juan Gelman, a quien había traducido al francés y conversé con él en la Casa Refugio un par de veces en algunas de sus visitas a México. Su mirada sobre la lírica francesa era bastante distinta de la mía, él era un especialista y yo un aficionado, pero la conversación fue buena y de vez en cuando me enviaba ejemplares de la revista que hacía y me hice de algunas de sus antologías.

He contado en otras ocasiones que en los años noventa del siglo pasado, cuando planeaba una antología de poesía francesa, leí un ensayo en el que se mencionaba que dos extensas muestras del período 1970-1990 diferían en casi ochenta por ciento de los autores incluidos y que eso, para el ensayista, y con razón, representaba un grave problema: la brújula para orientarse se había perdido y sólo el tiempo podría darnos un nuevo sentido de orientación, reparar el que se había roto. La poesía francesa parece presentar un rostro definido más o menos hasta los nacidos en 1920, digamos hasta Yves Boneffoy, que es de 1923. Pero luego…

Al pensar en recordar en estas páginas a Deluy, como una forma de agradecerle que fuera de los pocos poetas franceses de su generación que se interesaron en los escritores de habla española, entre ellos, además de Gelman, Saúl Yurkievich y Yolanda Pantin, tomé Une antthologie de circonstance del librero y la empecé a hojear mientras pensaba que toda antología es de circunstancia y que ponerlo en el título no era una reiteración sino un subrayado sintomático. Pero no se trataba de eso, el título en realidad se refiere a lo que nosotros llamaríamos una “memoria” de un festival de poesía muy importante del que fue animador: es la circunstancia misma de ser invitado al festival la que antologa –reúne– mezclando poetas de diversas nacionalidades y lenguas, más cerca de un muestrario que de una antología, y después de leer algunos autores devolví el libro a su lugar, pues no servía para lo que quería, recordar al poeta recién muerto. Y tomé ahora Lʼantologie arbitraire dʼune nouvelle poesíe (1960-1982, trente poétes). Me desconcertó el adjetivo arbitrario y busqué algunas de sus razones que sin embargo suponía predecibles en el prólogo.

Deluy hace algunas reflexiones previsibles sobre el género partiendo de los griegos –selección, florilegio, crestomatía– y sus razones de ser para ampararse en el deseo y en el gusto, y dice: “me gustan las antologías y me gusta la poesía de hoy día”. En efecto, Deluy deja esto último manifiesto y eso me gusta, también que se trata de que una selección, si bien busca cierta permanencia, es fruto de una circunstancia, el calificativo de la mencionada líneas arriba, que toda antología es una jugada de dados, una apuesta por y contra el azar a partir del gusto, eso tan volátil. En ese prólogo en forma de apuntes sueltos, Deluy señala algo notable: el gran ausente es el surrealismo en esa generación. La generación de Deluy, que es la que da contenido al libro, se ve desgajada entre el rechazo (a las teorías) y la admiración (por los textos) del surrealismo, y señala que los escritores cercanos o afines a ese movimiento fueron en casi todos los casos sus maestros. Eso me lleva a pensar que la razón por la cual la poesía francesa del segundo medio siglo del XX dejó de interesar a los lectores de habla española fue ese dilema: seguíamos (seguimos en buena medida) anclados sólo a la admiración. O, más aun, cuando los franceses negaban al surrealismo nosotros, de este lado del Atlántico, vivimos en un estado de beatificación de Breton y compañía que casi se volvía pasmo.

Ese señalamiento me llevó a dejar de lado el que yo creía su mayor aporte a la literatura francesa, para ocuparme más de su propia poesía, lo que en realidad es un mejor acto de justicia que ocuparme de lo circunstancial o lo arbitrario. Puse los libros de su autoría para leerlos –confieso que nunca les había hincado el diente– y confirmar lo que Castañón me señalaba con relación a la calidad de su poesía: es muy buena. Otro será el lugar para hacerlo. Ahora quisiera abundar sobre un asunto ya planteado en algunas notas anteriores mías en este suplemento: cómo lee uno a un escritor cuando éste ha muerto. Lo hace, desde luego, con un sesgo distinto, como si el punto final de la desaparición física pusiera en el escrito una responsabilidad diferente, pero no necesariamente un lastre. Por eso es tan difícil y tan poco agradecido el género del obituario.

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