A 60 años de su muerte Ernest Hemingway en el umbral de su exilio

- Moisés Elías Fuentes - Sunday, 24 Oct 2021 09:11 Compartir en Facebook Compartir en Google Compartir en Whatsapp
En este breve ensayo se recuerda y recupera 'En nuestro tiempo', publicado cuando Ernest Hemingway (1899-1961) tenía veintiséis años, colección de cuentos que, se afirma aquí, ya reúne en esencia el carácter, la inteligencia, el espíritu crítico y el estilo de uno de los autores estadunidenses más reconocidos del siglo pasado, cuya obra ejerció una poderosa influencia en la narrativa mundial.

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I

Publicada por vez primera en 1925, bajo el sello de la editorial neoyorkina Boni&Liveright, desde muy temprano la colección de cuentos En nuestro tiempo anunció el advenimiento de un discurso creativo complejísimo en su aparente sencillez, sello personal del autor, Ernest Hemingway, quien, a lo largo de cuatro décadas y más de una veintena de libros, imprimió una huella indeleble no sólo en la evolución de la prosa narrativa en lengua inglesa, sino también en las narrativas de otras lenguas, como bien testimonia la novelística de los escritores del Boom latinoamericano.

Cuando se publicó En nuestro tiempo, Hemingway contaba veintiséis años, edad en la que ya había pasado de ser el joven de clase media alta, educado en el contrastante medio oeste de Estados Unidos (por un lado, industrializado y financiero; por otro, de un conservadurismo rayano en la mojigatería), a ser el conductor de ambulancias que volvió desencantado de la primera guerra mundial, el escritor agudo y revoltoso y el protagonista de la década de los años veinte con la ley seca y los bares clandestinos, las síncopas jazzísticas y la riqueza fácil que cantaban las sirenas en su isla de la bolsa de valores en Wall Street.

Desde el título, inspirado en una plegaria del Libro de oración común de la iglesia anglicana (“Danos la paz en nuestro tiempo, Oh Señor”), En nuestro tiempo contiene los extremos en que fluctuaba la vida del joven Hemingway: la represión moral del microcosmos de la infancia y la adolescencia; el desgobierno del macrocosmos social del escritor veinteañero, ambos cosmos latentes y latientes en cada uno de los relatos. De ahí que los cuentos están precedidos por viñetas de la primera guerra mundial y de las corridas de toros en España:

Todos estaban borrachos. La batería al completo estaba borracha y avanzaba por el camino en la oscuridad. Íbamos a la Champaña. El teniente seguía montado a caballo por los campos y le decía: “Te digo que estoy borracho, amigo. Ay, estoy tan borracho…” Fuimos por el camino la noche entera en la oscuridad y el ayudante seguía junto a mi cocina y decía: “Debes apagarla. Es peligroso. Pueden verla.” Estábamos a cincuenta kilómetros del frente pero el asistente se preocupaba por el fuego de mi cocina. Resultaba gracioso ir por aquel camino. Eso ocurrió cuando yo era cabo de cocina.*

En apariencia, no existe relación entre viñetas y relatos: las primeras develan fragmentos de crueldad, en tanto que los segundos muestran la vida cotidiana en una zona rural. Sin embargo, la impresión se torna errónea cuando atisbamos a Nick Adams, el protagonista de casi todos los relatos, puente que comunica los relatos aislados y los transforma en un discurso continuo, a través del cual atestiguamos la desintegración moral y emocional de Adams, paralela a la desintegración moral y emocional de la sociedad estadunidense, una desintegración paralela que se manifiesta en la perenne desazón de Nick, que lo incapacita para empatizar con el mundo que lo rodea, hecho que, por lo demás, no tiene recato en admitir, como se evidencia en uno de los diálogos de “El fin de algo”:

–No sé por qué dices tonterías –dijo Marjorie–. ¿Qué te sucede, en realidad?

–No, no lo sé.

–Vamos, dilo.

Nick miró la luna que subía por detrás de las colinas.

–Ya no me divierte.

Temía mirar a Marjorie. Pero la miró. Estaba sentada, dándole la espalda. Le miró la espalda.

–Ya no me divierte. Nada.

La apatía de Nick Adams encuentra su reflejo en las viñetas, que remarcan la súbita sustitución de la ética por la indolencia, aberración necesaria para lanzar a millones de personas a la injustificable carnicería de la primera guerra mundial. No por nada, Hemingway delineó los microrrelatos como aguafuertes, especialmente desconcertantes por el distanciamiento moral que toman respecto de la violencia, de tal modo que una ejecución arbitraria deviene reseña anecdótica:

A las dos de la mañana dos húngaros entraron en una cigarrería de la Quinta y la Gran Avenida. Drevitts y Boyle se dirigieron desde la comisaría de la calle Quince en un Ford. Los húngaros estaban dando marcha atrás con su camión por el callejón. Boyle disparó al que iba en el asiento delantero y al de atrás. Drevitts se asustó al ver que los dos estaban muertos.

–Diablos, Jimmy. No has debido hacerlo. Ahora puede que se líe una buena.

–Son fuleros, ¿no? –dijo Boyle–. Son italianos, ¿no? Entonces ¿quién va a causar problemas?

–Está bien. Quizá esta vez no pase nada, pero ¿cómo sabías que eran extranjeros cuando has disparado?

–Wops –dijo Boyle–. Los reconozco a un kilómetro de distancia.

II

En la versión original, los microrrelatos que acompañan a los relatos van antecedidos por el encabezado Capítulo y el número romano correspondiente, por lo que el volumen cobra la forma de novela, hecha de flashazos del pasado (los microrrelatos) y retratos del presente (los relatos): los unos muestran personajes envueltos en situaciones brutales; los otros, personajes acorralados por la inmovilidad.

Despendolados entre la violencia física y la parálisis emocional, los personajes andan y desandan espacios y tiempos que Hemingway relató con la soltura y la llaneza discursiva que signaron lo mejor de su narrativa, prosa limpia de artificios y, en cambio, repleta de tensión poética, porque el autor estadunidense, aparte de ser un ávido lector de narrativa, fue también un asiduo lector de poesía, como se advierte en el ritmo conversacional de las descripciones, la sutileza de los pensamientos y los actos sobrentendidos. Poética no trabajada con metáforas y retruécanos, sino con alegorías y elipsis; tal el caso del turbador párrafo final de “El hogar del soldado”:

De modo que su madre rezó por él y luego se incorporaron y Krebs besó a su madre y salió. Él había hecho todo lo posible para que la vida no fuera complicada. Nada de la vida lo había conmovido. Había sentido lástima por su madre y ella lo había obligado a mentir. Se iría a Kansas City y buscaría trabajo y eso haría que ella se sintiera bien. Quizá había otra escena antes de que él se fuera. No iría a la oficina de su padre. Se lo ahorraría. Quería que su vida fluyera tranquilamente. Así había sido hasta ahora. Bueno, todo eso había terminado, de todos modos. Iría a la escuela a ver jugar a Helen al béisbol.

Por lo demás, a través de dicha poética Hemingway confeccionó uno de los aportes más destacados de su discurso creativo, a saber: la omisión de hechos, recurso que, como lectores, nos lleva a completar el hilo narrativo echando mano de las insinuaciones, los supuestos, los detalles sueltos. Aporte provocador que el estadunidense desplegó con precoz maestría en En nuestro tiempo, toda vez que los personajes y los lectores sabemos e ignoramos lo mismo, condición que, en más de un sentido, nos pone en el lugar de aquéllos.

Revisiones de la vida inmóvil, de las pasiones petrificadas, de los espíritus infecundos, los relatos de En nuestro tiempo se asoman a una sociedad en la que campean el desamor, la no pertenencia, la incordia a la vida, la desidia intelectual. Y digo se asoman porque los relatos sólo avizoran los hechos, pero sin sumergirse en ellos; esa sumersión nos queda a nosotros, voyeristas condenados no tanto a ver sino a llenar vacíos, aguijoneados por la sensación de que hay algo faltante, como falta en la convivencia matrimonial de “El señor y la señora Elliot”:

Elliot había empezado a beber vino blanco y vivía aparte en su propio cuarto. Escribía gran cantidad de poemas durante la noche y por la mañana estaba exhausto. La señora Elliot y su amiga ahora dormían juntas en la espaciosa cama medieval. Muchas veces lloraban juntas. Por la noche todos cenaban en el jardín bajo un plátano y soplaba la brisa nocturna y Elliot bebía su vino blanco y él y la amiga charlaban y todos eran muy felices.

La hipocresía y el autoengaño sustituyen al amor y la comunicación en el matrimonio de “El señor y la señora Elliot” y, sin embargo, no los vemos en la lectura, sino que los entrevemos, tal como percibimos, en el microcosmos sucinto de En nuestro tiempo, la violencia sorda y la deriva moral que ahogaban a la sociedad estadunidense de la década de los años veinte, a un tiempo en el umbral de su apogeo y en el de su declive, crispaciones sociales que Hemingway atestiguó a lo largo de sus sesentaiún años, desde su nacimiento, el 21 de julio de 1899, hasta su suicidio, el 2 de julio de 1961, sobrepasado él mismo por la zozobra existencial que intentó eludir a lo largo de años de un exilio tan desesperado como inútil. Desasosiego que, cada vez más, se ha vuelto carne y sangre en la vida de sus compatriotas.

 

 

*Hemingway, Ernest. En nuestro tiempo (In Our Time). Prólogo de Ricardo Piglia. Traducción de Rolando Costa Picazo. Debolsillo. Penguin Randon House Grupo Editorial. Barcelona, 2020. Las citas del libro provienen de esta edición (las viñetas aparecen en letra cursiva en
la misma).

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